María Petković - Gaetano Passarelli
MADRE MARÍA DE JESÚS CRUCIFICADO
(1892 1966)
HIJAS DE LA MISERICORDIA
El cielo estaba límpido aquel 10 de diciembre de 1892: un fuerte
viento del norte barría la isla de Korčula y las casas de Blato parecían
tantas ovejas transidas de frío.
El campanario había tocado hacía poco las 10 horas cuando un
muchacho, corriendo, atravesó la plaza. Al entrar en la iglesia, la encontró
desierta. Miró a diestra y a siniestra, y luego, con paso ligero, se dirigió
hacia una columna junto a la cual, de rodillas, con la cabeza inclinada y el
rosario en las manos, estaba un hombre.
El muchacho se le acercó sumisamente: "Don Antonio", le
dijo en voz baja, pero el hombre pareció no escucharlo, tan absorto estaba.
Antonio Petković Kovač, envuelto en el manto negro,
parecía aún más imponente. Los espesos mostachos negros daban a su figura un
cierto aire de una persona huraña. Pero no era esto lo que atemorizaba al
muchacho: aquel hombre era el más rico propietario de la isla de Korčula y
tenía bajo su dependencia alrededor de setecientos campesinos.
"Don Antonio, Don Antonio", repitió el joven; y al final
le tocó el hombro.
Finalmente se volvió el hombre con aire interrogativo.
"Una niña, una niña, Don Antonio...", le dijo muy agitado
el muchacho: "¡venga, arriba, que lo esperan!".
Sus ojos se llenaron de lágrimas: "¿Es sana?", le
preguntó.
El muchacho asintió; al menos así debía ser, ¡porque no le habían
dicho nada!
Antonio, con un gesto de la mano, le hizo entender que se fuera:
"Di que iré dentro de poco", agregó luego con su voz de barítono.
El hombre sentía la necesidad de detenerse para agradecer al Señor
por haberlo alegrado con otra hija: "Pero, Señor, ahora, no te la
lleves", suplicó; luego, volviéndose hacia la estatua de la Virgen Madre
de Dios, la miró con ojos implorantes y comenzó a decir un Ave María recordando
a sus seres queridos comenzando por su primera esposa, que le había dado a
Elena y Catalina.
"¡Elena, Elena!", suspiró el hombre y casi lloraba.
"Así lo has querido, Señor. ¿Qué puedo decir? Que se haga tu
voluntad", susurró resignado. Acontecía que de vez en cuando su
pensamiento iba a esa hija: contra su voluntad ella estaba por ingresar en Pola
en la Congregación del Sagrado Corazón porque quería ser monja.
Después, recordó a María Marinović, su segunda esposa, que le
había llenado la casa con seis hijos, pero tres se los había llevado el Señor
en su tierna edad.
"Pero ahora, basta, te lo ruego", suplicó fervorosamente
Antonio, déjame esta hija... Madre, Madre mía: la llamaré María, en honor tuyo
que se recuerda hoy en Loreto...".
Y el amor de Antonio por esta hija fue particular; como, por lo
demás, María, desde pequeña, consideró la más grande gracia el haber recibido
en don un padre como aquel. Después del Señor, él era su ideal que, con gran
respeto, amaba como una cosa sagrada, porque era tan bueno y caritativo para
con los pobres; porque era tan silencioso e inmerso en sus pensamientos; tan
sencillo y amante de la verdad.
La riqueza nunca se le había subido a la cabeza a la familia
Petković, especialmente a Antonio; esto es tan cierto que junto a una
profunda religiosidad tenía una gran atención con el prójimo.
Dos figuras, en efecto, habían dejado su huella en la familia: el
padre de Antonio, el abuelo Francisco y su hermano, el tío Don Marcos: un
sacerdote muy famoso y sabio, que había enseñado teología en Venecia.
Don Marcos había fallecido imprevistamente en la ciudad de
Korčula y los franciscanos habían acompañado sus restos hasta Blato. En aquella
ocasión el abuelo Francisco les dijo que las puertas de su casa estarían
siempre abiertas cada vez que fueran a Blato, para que pudieran permanecer y
sentarse a la mesa como en su convento. Y como en Blato no había ningún
convento, cuando llegaban iban directamente donde la familia Petković. Por
tanto, sacerdotes y frailes tenían en la casa de Antonio dos o tres
habitaciones reservadas. Así, en el recuerdo de María no sólo quedaron sus
enseñanzas y algún paterno estímulo, sino también el haber estado en brazos o
sobre las rodillas de santos predicadores y limosneros.
María era una niña precoz, gentil y graciosa, de una viva
inteligencia. Era de tez particularmente clara, cabellos dorados y la mirada
límpida y penetrante. Tuvo también la buena fortuna de tener una memoria tenaz,
que hundía sus raíces en su más remota infancia. Recordaba, en efecto, que una
vez -debía tener menos de un año-, sin pañales, se encontraba en la cama de sus
padres y gateando, se había acercado al borde, donde se quedó mirando a su
hermana Ivica, que peinaba a la mamá.
Reparando en ella, la mamá lanzó un grito a Ivica: "¡Mira, la
pequeña se puede caer; tómala y ponla en la cuna!".
Pero a María no le gustaba ser llevada a otra habitación y puesta
en la cuna porque se cerraban las ventanas, para que, en la oscuridad, pudiera
dormirse más fácilmente.
Ivica la tomó en brazos y la puso en la cuna, y, para no hacerla
llorar, encargó al hermano menor que la acunara. Este, atado un cordón a la
cuna, lo tiró tan fuerte que la hizo darse vuelta. Al oír los gritos de la
niña, acudió su hermana, volvió a colocar a la pequeña en la cuna y zurró al
hermano. María, asustada, observaba, y era tanto el miedo a ser castigada, que
no lloró más.
Se acordaba también de su abuela Jela, de su enfermedad y del
funeral: con sus pequeñas manos juntas la habían hecho acercarse al féretro,
enseñándole el Ave María.
Ya niña, vivaz y curiosa del mundo que la rodeaba, le gustaba ir
donde una joven que prestaba servicios en su casa. Quería ir donde ella porque
le fascinaba ver el pavimento de piedra de aquella pobre casucha y porque
aquella joven le contaba la vida de los santos. A menudo se detenía a recitar
el rosario con ella y se daba cuenta de que era diferente de cómo lo recitaban
las tías María y Katina, aunque eran muy devotas.
La curiosidad estimulaba su atención hasta que una tarde, tal vez
porque ya era más grande o tal vez porque aquella atención, con la ayuda del
Señor, se estaba transformando en una fineza espiritual, percibió las monótonas
palabras de las tías como algo mecánico, todo un bla, bla, bla hecho de
palabras que no lograban subir hasta la Majestad Divina.
Y en su alma de niña se preguntó cómo el Señor pudiese prestar
atención a aquel balbuceo exánime, sin entusiasmo. La reflexión que iba
haciendo a medida que crecía la llevó a la convicción que al Señor no le
agradan las oraciones cuando son recitadas distraídamente, solamente con la
boca; cuando son pronunciadas solamente con los labios, sin ni siquiera pensar
en lo que se dice.
Ya más grande, no se cansaba nunca de poner este ejemplo a sus
Hijas espirituales, a quien le pedía hablar de la oración, concluyendo siempre:
"Si habláramos de un modo semejante con una persona cualquiera, sin saber
lo que decimos, en verdad que esa persona se ofendería. ¡Cuanto más la Divina
Majestad! ¡Pero Él es también un Padre misericordioso y a sus hijos que se
arrepienten perdona su ignorancia!".
Durante el primer año escolar, con ocasión de la festividad de San
José, su padre la llevó a Vela Luka -el puerto de Blato- para pasar un poco de tiempo
en compañía de su primita Jelka. Pero al día siguiente María se enfermó
gravemente. En varias partes del cuerpo tuvo evidencias hemorrágicas. Ella
observaba con cuánto temor y estupor todos se interrogaban, ¡incluso el médico!
Por lo demás, le sobrevino una enfermedad articular que no le permitía usar sus
piernas. Transcurrieron así dos o tres meses en un grave estado de enfermedad.
Apenas convaleciente la trasladaron a la casa paterna, pero muy a menudo sintió
dolores a las piernas.
Esto se prolongó durante todo el período de la escuela elemental;
para evitar que los demás se dieran cuenta de sus sufrimientos, se apartaba.
Con frecuencia, mientras los otros niños o sus hermanos brincaban alegremente,
se veía obligada a permanecer recostada en el diván. Le sucedía bien seguido
que en la tarde, para ir a dormir, no tenía fuerzas para subir con los propios
pies al piso superior, sino que debía ser llevada en brazos.
Tal forma de menoscabo no produjo en ella, sin embargo, ningún
impulso de envidia frente a sus hermanos o a los demás niños, sino más bien una
madura forma de resignación que la empujaba a la reflexión.
María recordaba también el regreso de su hermana monja, cuando
cursaba el quinto año elemental. En aquella ocasión, había copiado para ella
oraciones en lengua croata, como el Via Crucis, porque en Italia rezaban todas
las oraciones en italiano.
En su memoria habían quedado también las últimas palabras
pronunciadas por Sor Gertrudis, antes de volver a Italia: "¡Oye, no nos
volveremos a ver más! ¡Hasta volvernos a ver en el paraíso!". En efecto,
no la volvió a ver más, porque murió con sólo 33 años, con fama de santidad, a
mediodía de la fiesta de la Asunción, como ella misma había predicho.
Pero no se crea que María no haya tenido algún destello de vanidad
propia de las adolescentes.
Todos le decían que era una niña bonita y el espejo no le negaba
la verdad. A los dones de la naturaleza María sabía añadir aquel toque de
femineidad que la volvía fascinante. Escogía con atención los vestidos: debían
ser elegantes y a la moda; y cuidaba mucho sus cabellos.
Un día, sin embargo, con ocasión de un baile entre personas de
familias conocidas, se desilusionó profundamente, porque ningún jo-ven se le
había acercado para invitarla a bailar. Fue una decepción tan aguda y dolorosa
que comenzó a vestirse de una manera sencilla y modesta: "¿Para qué
esforzarse tanto si después el resultado es el mismo?".
II
Al
terminar la escuela elemental, María no dejó de desear vivamente una gracia:
poder ingresar en algún colegio.
En
Korčula, las religiosas Dominicas habían abierto un colegio y los padres
de algunas de sus compañeras habían decidido enviarlas allí por uno o dos años
para continuar sus estudios, porque en Blato no había ni un colegio ni una
escuela media.
Dentro de
sí, María estaba triste al ver a las demás ir al colegio, mientras que a ella
no le era permitido. Sus compañeras, además, ni siquiera tenían ganas de ir. El
estudio no les atraía, mientras que a ella le gustaba estudiar y ojalá
permanecer en el Instituto... para siempre.
Pero
Antonio temía perderla también a ella como la hija mayor. Por eso no desistía
de la decisión de no mandar a ninguna de sus hijas a estudiar en los colegios
por miedo de que se hicieran religiosas.
Quería que
fuese costumbre de la familia que, al término de la escuela primaria los hijos
varones continuasen los estudios superiores en Viena o Zagreb, mientras que las
mujeres debían dedicarse a la música o a la costura y al estudio privado en
casa.
Esta
decisión le cortaba las alas a cualquier esperanza, pero, como amaba mucho a su
padre, sufrió en silencio. Pero una vez hizo algo bastante placentero y él, que
también la quería mucho, le dijo: "¡Pídeme lo que quieras y te lo
daré!".
En aquel
momento la mamá pasó cerca y María, sin hablar, con un gesto le pidió consejo.
El único deseo de María era el de poder ir al colegio. Y la madre, habiéndole
leído en el corazón, le respondió: "¡Pídeselo!".
María,
entonces, le dijo: "Papá, ¡déjame ir al colegio!".
El padre
la miró y con profunda tristeza, le dijo: "¿Tienes realmente ganas de
dejar a tu padre?".
Estas
palabras la hirieron profundamente, pero insistió: "¡Déjame ir al menos
por un poco de tiempo, para que pueda estudiar y educarme como las demás, a
quienes sus padres han dejado ir!".
"Si,
María, pero no tienes necesidad de ser educada mejor de lo que eres; a ti el
colegio no te sirve".
Se sintió
halagada, pero sin embargo trató de aprovechar el momento: "Pero soy yo
quien quiere ir; ¡por favor, déjame!".
Antonio la
miró y, conmovido, replicó: "¿Serías capaz de irte y dejarme después que
he puesto en ti mis esperanzas de consuelo y sostén?".
Ante estas
palabras, María no volvió a insistir para no entristecer posteriormente a su
padre, acallando en sí la desilusión.
Hay, sin
embargo, un proverbio que dice: el hombre propone y Dios dispone. Y allí donde
parece impedida cualquier esperanza, 'se abre una posibilidad.
En efecto,
después de pocos meses, llegaron a Blato las Siervas de la Caridad,
pertenecientes a una Congregación de Brescia, y allí abrieron una Casa con la
anexión de una escuela para niños y para las jóvenes que habían cursado los
estudios elementales.
Antonio,
entonces, le permitió que fuese solamente a su escuela, pero no que habitara
con ellas: después de clases debía volver regularmente a casa.
María, en
luto por la muerte de su hermana Jela (Sor Gertrudis), iba diariamente a la
escuela y después volvía algunas tardes para estudiar el italiano y para
aprender bordado.
Así, María
recibió una buena educación no sólo cultural, sino también moral. Tuvo sobre
todo la posibilidad de observar de cerca la vida religiosa y las costumbres de
la vida monástica, por la que comenzaba a sentirse atraída.
En aquel
tiempo, los niños no eran admitidos a la primera comunión antes de los doce o
trece años, de modo que María tuvo que esperar sus doce años, luego que su mamá
le diera su consentimiento.
Ya desde
largo tiempo, María nutría un fuerte deseo de Jesús y de conocer las cosas
sagradas; por eso estaba muy contenta al saber que podía seguir las lecciones
de catecismo directamente del párroco, Don Pedro.
La alegría
de María, sin embargo, duró bien poco porque su madre, de acuerdo con el propio
confesor, Don Jerko, decidió no enviarla al catecismo junto con los demás
niños, sino hacerla estudiar en casa, sola. Concluyeron que bastaba enviarla
solamente la última semana, para que Don Pedro la examinara.
"Puedes
estudiar en casa, sola", le dijeron.
Esta frase
provocó en su espíritu el efecto de un golpe de cañón que destrozaba todas sus
expectativas y sueños.
María no
respondió, pero dentro de sí no sabía cuál era la razón: ¿Tal vez su mamá
quería que comenzara a distinguirse de aquellos chicos traviesos que antes del
catecismo corrían por la plaza, o bien simplemente porque quería que la ayudase
en las labores de la casa y en el cuidado de los hermanos más pequeños?...
Su casa se
encontraba a poquísima distancia de la iglesia y cuando los oía corría a la
ventana para verlos. Después, hacia el mediodía, salía para ir a comprar el pan
donde Tomás; al pasar cerca de la iglesia oía las voces de los niños y del
sacerdote, y se lamentaba, diciendo: "¡Qué afortunados son estos niños!
¡Si fuese pobre, yo también tendría esta suerte de asistir cada día y escuchar
la enseñanza para la comunión!".
Y como
acontece a menudo, al oprobio se agrega la burla. Así, un día tuvo que tragarse
una severa llamada de atención de parte de Sor Desideria por su ausencia del
catecismo.
La
religiosa la acusaba claramente de ser soberbia porque no asistía junto con los
demás.
María nada
dijo para justificarse. Entristecida, le había besado el crucifijo que caía
sobre el pecho de la religiosa y se había arrancado para desahogar en un ángulo
remoto de la casa toda su pena. Finalmente llegó aquella feliz y tan esperada
última semana que precedía a la primera comunión.
María
contaba con el hecho de poder, al menos en aquellos pocos días, escuchar las
lecciones del párroco, pero su madre, el primer día, la amonestó severamente
para que se hiciera interrogar de inmediato por Don Pedro. Para este fin debía
sentarse en la primera fila con el objeto de hacerse notar por él. Ubicarse en
el primer banco delante del sacerdote era señal de que uno se sentía preparado
para el examen.
María
sabía que a los demás niños se les había enseñado el catecismo con
"ejemplos prácticos", mientras que ella había estudiado las fórmulas
de la doctrina y temía que este hecho la habría expuesto al ridículo, pero no
se le pasó por la mente desobedecer a su mamá: para ella, la obediencia era
sagrada; era como si hablase Dios mismo.
A su
llegada delante de la iglesia, de inmediato fue rodeada por los demás niños
quienes la miraron de un modo extraño porque tenía en las manos el libro del
catecismo.
Permaneció
tranquila y se fue derecho a la iglesia, sentándose en la primera fila, como se
le había ordenado.
El
sacerdote comenzó a interrogarla siguiendo el método de los "ejemplos
prácticos" utilizados por él, mientras que María le respondía siguiendo
cuanto había aprendido del libro.
El párroco
quiso ver su libro y le dijo: "Eres una niña inteligente;, te daré este
libro de 'explicaciones prácticas' y tú, en estos dos o tres días, lo
estudiarás para que completes tus conocimientos".
Ella se
sitió muy feliz y se preparó con gran recogimiento para la primera comunión.
Finalmente
llegó el día tan esperado y que siempre recordaría durante su vida, porque
desde aquel día crecía y ardía en ella cada vez más la llama de amor por Jesús.
Leía de
buena gana la vida de los santos. De una manera particular, le entusiasmaban
las palabras de Jesús contenidas en el santo Evangelio.
En su
habitación había hecho un bonito altar donde había colocado un cuadro con la
imagen del Sagrado Corazón, tomado de la habitación de su mamá, y ahí, cada
tarde, terminaba las oraciones rogándole que la ayudara a entrar en el colegio.
Todas las
mañanas se levantaba temprano, antes que sus familiares, para dedicarse a sus
ejercicios de piedad, luego iba a la parroquia para escuchar la Misa y recibir
la Eucaristía.
Puesto que
había entrado a formar parte de la asociación de las Hijas de María Inmaculada
y del Buen Pastor, por la tarde se encargaba de la hora de Adoración
Eucarística. Tuvo, así, la oportunidad de conocer a tantas otras jóvenes
piadosas con quienes compartir el camino de amor hacia el Señor.
Pero en
este período, aparentemente tranquilo, sucedió algo que puso en riesgo su misma
vida.
Era el
primer viernes de marzo de 1906. Aquel día, después de la santa Comunión, María
se entretuvo un tiempo más largo en la iglesia para orar. De improviso advirtió
un cierto malestar físico. De regreso a casa encontró a su madre un poco
agitada debido al mucho trabajo. Para calmarla y consolarla, dijo: "¡Mamá,
ahora yo me encargo de todo!".
Para
terminar luego, empleó mucha energía y se cansó, lo que más tarde le
desencadenó la enfermedad cuyos síntomas había advertido. Por modestia, ella no
reveló a su madre su malestar de manera que cuando se dio cuenta ya era
demasiado tarde.
María
recuerda solamente que había gozado de una paz infinita.
Dado que
en casa se hospedaba, en aquel período, un predicador cuaresmal, el padre
franciscano Tomás Vezić, de vez en cuando tenía un poco de tiempo libre y
se turnaba con la madre y las hermanas que la cuidaban ininterrumpidamente. El,
sentado cerca de su cama, rezaba, y una vez, secándole una lágrima, le preguntó
en qué estaba pensando. María, entonces, le contó su deseo de ingresar en un
convento, mientras estaba muriendo sin ni siquiera haber tenido la fortuna de
ver uno.
Se
pensaba, en efecto, que estuviese por morir, al punto que llamaron también a
Don Jerko para confesarla. Era la víspera de la fiesta de San José.
Los
médicos se desesperaban porque el corazón ya comenzaba a ceder y pensaron en un
último intento con tres inyecciones que, en vez de esparcirse por su cuerpo y
aliviarla, le provocaron hinchazones y dolores atroces. Sentía que el corazón
le estallaba en el pecho.
En medio
de la noche lentamente tomó del velador el frasquito con agua de Lourdes que
Don Jerko le había dado, puso un poco sobre los labios y sobre las hinchazones.
Tanta era su fe que le pareció sentirse rápidamente mejor y se adormeció.
A la
mañana siguiente, temprano, llegaron los dos médicos creyendo encontrarla
muerta. En cambio ella, sonriendo, les hizo señas de que estaba bien. Entonces,
entre ellos se pusieron a discutir, diciendo: "¡Mira, es el efecto de la
inyección que le prescribí!".
"¡No
fue la tuya, sino la mía!", replicaba el otro.
No sabían
que sus inyecciones no habían funcionado para nada. Después, su madre les
refirió las dificultades de aquella noche y todos se convencieron de que la
intercesión de la Bienaventurada Virgen María le había ayudado.
Después de
veintiún días, la enfermedad había cesado.
III
Librándose
milagrosamente de aquella grave enfermedad, María comenzó a no interesarse más
ni por los juegos ni por las compañeras. Se había vuelto muy pensativa y una
melancolía inexplicable le ocasionaba mucha tristeza en el corazón.
Por
consejo de su confesor se puso a leer la Pasión de Jesús; la búsqueda de la
soledad se transformaba en el pensamiento de entrar en un convento. A menudo,
para no hacerse notar por su mamá, se acurrucaba detrás de la cortina de la
ventana y allí leía libros espirituales que le daba Don Jerko, y buenos libros
de literatura profana que le proporcionaban sus hermanas.
Un día,
mientras ponía en orden la habitación de los Padres que se hospedaban en casa,
halló sobre la mesa una breve biografía de Santa Rosa de Lima. Se puso a leerla
de inmediato. Una gran alegría y emoción la invadieron al descubrir en aquella
santa los mismos sentimientos que llenaban su espíritu.
Al salir
de aquella habitación experimentó mucha felicidad por haber encontrado a una
amiga espiritual. Desde entonces amó de una manera especial a Santa Rosa de Lima
y llevó su imagen siempre consigo.
Los
domingos, cuando su mamá acompañaba a sus hermanas de paseo, pedía y obtenía
quedarse en casa con su hermanita Milka.
Sus
hermanas y hermanos, al ver su comportamiento un poco extraño, retirado, hacían
de todo para distraerla, pero surtía el efecto contrario: María se aislaba cada
vez más.
Un día,
con su hermano Iván, fue a Babina, a su casa de vacaciones que estaba a orillas
del mar. Se pusieron en camino por la mañana muy temprano, en el momento en que
los primeros rayos caían y doraban el plateado rocío posado sobre las hojas.
María
observaba atónita aquel espectáculo: esas delicadas gotas parecían brillantes
que ondeaban con la caricia del viento. Pensaba que le habría disgustado si el
viento las hubiese hecho caer a tierra: se habrían mezclado con el fango y
después serían absorbidas. Pero si hubieran tenido la fortuna de permanecer en
las hojas, el sol las habría atraído, transportándolas a las alturas para
hundirlas en sí.
En aquel
momento le pareció que alguien le estuviera haciendo entender que también su
vida habría podido orientarse en ese sentido. Entonces, dijo a su hermano:
"Iván, ¡mira esas gotas de rocío en las hojas! ¡Con ellas comparo mi vida!
¡Si, mi vida se parece a ellas! Si el viento sacudiese las hojas del Espíritu,
podría caer por tierra y le faltaría ese maravilloso brillo de la candidez; la
vida espiritual se rompería sobre el terreno. En cambio, si permanezco firme en
mi puesto, puedo ser atraída por el sol de la caridad divina, me sumergiría en
El y en Él viviría por la eternidad".
En Babina
hizo largos y silenciosos paseos con Iván a la orilla del mar.
En
aquellas ocasiones, una vez llegados fuera del valle, a los pies de la colina,
decía al hermano: "Ahora nos separamos; tú vas a aquella parte de la cima
de la colina y yo a la otra".
Su hermano
la contentaba y la dejaba sola. Ella aprovechaba para sumergirse en los propios
pensamientos, para observar el cielo y el mar, para contemplar a Dios al que
anhelaba.
Luego de
algunos días, su hermano la miró intensamente y le dijo: "Sabes María,
estoy contento contigo, pero me temo que terminarás en un convento".
El 8 de
septiembre de 1906, día de la Natividad de la Virgen María, con ocasión de la
visita pastoral del obispo, María entró a formar parte de la asociación
"Hijas de María", recibiendo la cinta con la medalla de la Virgen de
manos de Mons. José Marčelić, obispo de Dubrovnik.
Ese día
María fue escogida para pronunciar el discurso sobre la fundación de esta
piadosa asociación y emitir, ella primero, el acto de consagración. Fue también
escogida como secretaria de la asociación, y pocos años después fue su
presidenta.
En aquel
período, la asociación creció mucho, hasta alcanzar un número elevado de
jóvenes inscritas, más de trescientas. Probablemente estas jóvenes, la mayoría
campesinas, al ver a la cabeza de la organización a la hija de una de las
primeras familias del pueblo, se consideraban honradas de formar parte de ella.
Mons. Marčelić,
cumpliendo la visita pastoral, fue a la escuela de las Siervas de la caridad,
donde María estaba haciendo un bordado de seda sobre un telar y se detuvo a
observarla. Quiso ver todo el diseño y le pidió levantar las hojas de papel con
que estaba cubierta la parte ya bordada. Se quedó tan asombrado que antes de
irse quiso saludarla. Amablemente le puso la mano sobre la cabeza, alzó los
ojos al cielo y la bendijo.
Fue en
aquella circunstancia que María, teniendo la posibilidad de hablar en privado con
el obispo, le confesó su propio deseo de ingresar en un convento y de consagrar
su vida a Dios.
Desde
entonces Mons. Marčelić comenzó a guiarla espiritualmente por
correspondencia. Y una vez le ordenó tener un diario espiritual, es decir,
anotar diariamente todo lo que le sucedía, lo que hacía, lo que experimentaba y
lo que pensaba.
Su
vocación, no obstante, se consolidó sobre todo con las palabras que Jesús dijo
al joven: "Si quieres ser perfecto, ve, vende todo lo que tienes, deja
todo, reniégate a ti mismo, luego ven y sígueme" (Mt 19,21).
María se
puso, entonces, a observar a sus hermanas amadas por sus propios maridos y su
vida cómoda. Veía a las compañeras galantear. Se daba cuenta de cuanto
bienestar se gozaba en su propia casa. Gozaba del afecto de sus hermanos, del
amor especial de su padre. Un joven pretendiente se había presentado con cartas
de petición de matrimonio, declarando que la habría esperado hasta que
cumpliera la edad justa, aunque hubiera tenido que esperar diez años: su amor
por ella era tan ardiente que la habría llevado en las palmas de sus manos como
una reliquia.
La voz de
Jesús, en cambio, le llegaba misteriosamente a sus oídos, repitiéndole:
"Si quieres, deja todo, ven y sígueme".
En la
expresión "si quieres", María percibía el ofrecimiento de amor de
parte de Jesús; entendía que Jesús la pedía como esposa, pero, al mismo tiempo,
entendía ser libre para escoger consagrarse a El para siempre o no. Justamente
esta amable libertad fue lo que le permitió donarse a Él. Esta condición fue la
que tocó y atrajo totalmente su corazón. Jesús la conquistó; la embelesó desde
la Cruz: Sus llagas la obtuvieron como esposa.
Era el 21
de noviembre de 1906. Desde ese día renovó cotidianamente "su promesa de
amor a su Señor, su voto de amor eterno".
Cuanto
acontecía en su alma se reflejaba en su comportamiento. Una vez, mientras
paseaba con su hermana, dos jóvenes pidieron permiso para acompañarlas. Uno de
ellos era el pretendiente de su hermana Jakica, que después fue su marido,
mientras que el otro era un primo lejano que quería casarse con María.
María les
hizo ver de inmediato que ya tenían un programa al que atenerse durante el
paseo, porque en casa les esperaba un trabajo bien diferente. Les dijo:
"Debemos rezar el rosario, hacer la lectura espiritual y estudiar la
lección de italiano. Si quieren rezar con nosotras, quédense; de lo contrario,
nada de conversaciones".
Ambos se
miraron estupefactos, pero animándose le preguntaron el motivo de su modo de
vivir tan retirado. Ella no respondió directamente, pero mientras iban de
camino les habló de Dios y del convento con tanto entusiasmo que ellos
exclamaron: "¡Ah, si fuera tan bonito, también nosotros nos iríamos a un
convento, pero a nuestro parecer, un convento así no existe, a menos que tú
fundes uno!".
Pareció
ser una contraseña porque desde entonces, nunca más se atrevieron a acercarse a
María ni durante los paseos ni en otras circunstancias.
María fue
durante varios años a Babina, permaneciendo allí un par de meses. Las primeras
veces fue con su padre. Durante el viaje su padre estaba callado porque rezaba
el rosario. También durante la permanencia en Babina, habitualmente era
silencioso; pero a veces se le sentaba a su lado y le leía algo, mientras ella
hacía labores de punto.
En Babina
fue donde María pudo tocar de cerca la gran bondad y piedad de su padre para
con las pobres familias del lugar, que justamente él con su difunto tío Don
Marcos habían instalado allí, construyéndoles pequeñas casas.
Apenas
llegaba, lo primero que hacía era enviar a cada familia, a través de María,
alguna ayuda. La primera vez, María objetó que fuese justo preparar primero su
almuerzo y después pensar en aquella gente. Su papá le había dicho: "¡No,
primero están los pobres!".
Cada día
reunía a los niños y les distribuía galletas. Al atardecer, desde el balcón de
la casa, llamaba a todos: "¡Oigan!, queridos amigos, vengan a rezar el
rosario".
Y la gente
acudía, tanto que llenaban la casa. El, con la corona en la mano, rezaba
devotamente, luego se quedaba para conversar o enseñarles algo.
Bien
pronto María encontró que aquellas estadías en Babina eran provechosas no sólo
para dedicarse a su espíritu y también para instruir a los niños; y empezó a
hacerles clases de la escuela elemental y de catecismo.
Llegó,
pues, a ser un empeño preciso preparar a aquellos niños también para la primera
Comunión. Cuántos tiernos episodios se podrían narrar sobre la ingenuidad de
esos pobrecitos... Viviendo en aquella soledad paradisíaca, se maravillaban de
todo, en particular de los libros, pero en poco tiempo, dos meses máximo,
aprendían todo lo que comúnmente se estudiaba en tres o cuatro años en la
escuela elemental.
Se
quedaban muy sorprendidos al ver una estampa toda pespunteada con la figura de
Jesús o de la Virgen o de los santos, de que María les hablaba; era tanta su
alegría que cualquiera, al verlos tan asombrados en torno a aquella estampa, se
habría conmovido.
Cuando la
"señorita María", como la llama-ban, permitió que llevaran a su casa
una estampa que representaba al Niño jesús, para que la vieran sus padres, se
formó una procesión. Así como al día siguiente, todos juntos, en procesión,
acompañaron aquella sagrada imagen hasta la escuela. El muchacho que la
llevaba, se comportaba con tal dignidad, que parecía un sacerdote cuando
sostiene el Santísimo Sacramento.
Cuando
María llevó a doce de ellos a Blato para la primera comunión, permanecían mudos
y turbados ante la belleza de la iglesia parroquial de Todos los Santos, y se
comportaban como tantos angelitos hasta el punto que no pasaron inobservados.
En efecto, apenas hubo terminado la liturgia, el párroco Don Pedro había
llamado a María a la sacristía y le había dicho que, según él, la cosa mejor
era que llevara de inmediato esos niños a Babina para que no los distrajeran o,
peor, que los del lugar se burlaran de ellos. Por este motivo, después de almuerzo,
los acompañó de Prigradica a Babina en una barca.
IV
El 16 de
abril de 1911 falleció Antonio, su amadísimo padre. Ya cuatro años antes estuvo
por morir. En aquella circunstancia, sus hijos no lograban entender la razón ni
aceptar que tuviese que morir, habían implorado al Señor que lo hiciera vivir
otro poco.
Antonio,
moribundo, les había consolado y, llamándolos a su lado para bendecirlos, como
el justo Jacob, les había dado las últimas admoniciones y recomendaciones. Sin
embargo, el Señor había escuchado sus oraciones.
Desde
entonces, María lo había atendido amorosamente. Aún más, su padre quería que
fuese precisamente ella a atenderlo, aunque los otros hijos se ofrecían de
buena gana.
Cuando se
encontraba en la escuela con las religiosas, esperaba hasta que volviera para
que le prestara algún servicio. El motivo era que María intuía de inmediato
cuando él quería algo, ya que nunca pedía nada.
Tenía una
gran consideración y estima por sus propios hijos. Nunca les había impuesto
algo corno una orden, sino pidiendo o actuando sobre sus sentimientos. Nunca
los había reprendido alzando la voz; bastaba una mirada.
Todo esto
influyó fuertemente en ellos. Por este motivo, una vez María se había dirigido
a su hermana Kata y le habíá preguntado: "¿Cómo es eso que cuando me
equivoco, con una sola mirada de papá no puedo ni siquiera comer bien durante
dos días seguidos; en cambio, si mamá me regaña no me aflige, sino que la cosa
se me hace odiosa? ¿Cómo es eso?".
Después
del fallecimiento de su padre, en quien siempre encontraba comprensión, la vida
para María se volvió un poco más difícil. Probablemente el Señor quiso ponerla
a prueba.
En
particular, su madre llegó incluso a perseguirla a causa de su rechazo de
tantas excelentes propuestas de matrimonio. En efecto, unos nueve serios y
ricos pretendientes la habían pedido en matrimonio. A siete de estos
pretendientes no fue difícil rechazarlos, ya que nunca se habían atrevido a
declararse personalmente: le habían enviado cartas de amor en forma de poemas, llenos
de seductoras promesas y declarando que, en caso de rechazo, no habría habido
vida para ellos.
Al
comienzo, María las leía, después miraba solamente el remitente y las echaba al
fuego, al no saber que, según la buena educación, había que responder incluso
en caso de rechazo. Aprendió esto una vez cuando recibió una de esas cartas en
presencia de su hermano Iván y ella estaba por echarla al fuego. Iván le había
tomado la mano impidiéndoselo, y le había explicado que su comportamiento era
equivocado: aunque no aceptara, tenía el deber de responder y agradecer.
María
obedeció y se puso a responder -con dos fórmulas diversas: a quien le escribía
de fuera del pueblo, le decía que había llegado ¡tarde, porque ya se había
comprometido!
Naturalmente
quería decir, sin especificarlo, que se había comprometido con Jesús. A los del
lugar, en cambio, escribía que no tenía intención de casarse.
Un día,
uno de los pretendientes -un médico- fue a su casa. María no quiso ni siquiera
entrar en el salón donde su madre lo había hecho sentar. Entonces él, saliendo,
la vio que preparaba la mesa para la cena; le pidió permiso para saludarla,
preguntándole si había esperanza de un encuentro entre ellos. Ella respondió:
"No", y agregó: "En caso que, como médico, me tuviera que
encontrar en un hospital como enfermera, ¡finja no conocerme!". El joven
se fue muy triste.
Algunos se
sirvieron incluso de la intervención del obispo para que los recomendara y
dijese alguna palabra para convencerla, seguros de que ella, como persona devota,
habría escuchado su consejo. Más tarde, el obispo le había contado que les
había respondido diciendo: "¡Dejen en paz a esa joven!".
Otro se
había dirigido al párroco, Don Pedro. María no pensaba que el párroco pudiese
hacerse intérprete de la intención del joven y con firmeza le rogó que no
volviera a hablarle de esas cosas y de hacer saber a los eventuales
pretendientes que no quería saber nada de eso.
De esta
manera le había resultado fácil "confundir" a los siete; pero con
otros dos fue dura, bastante dura, porque muchos se habían interpuesto, a
comenzar por su madre, y luego sus cuñados, tutores, etc.
Sin más,
uno de estos últimos pretendientes, para obtener su consentimiento, se había
apresurado a construir una casa, y todos le hacían notar su belleza; y ella
respondía puntualmente con indiferencia: "¡Qué me importa!".
Y no
terminó allí; el sujeto tenía dos hermanos bastante ricos y sin hijos; por eso,
sirviéndose siempre de su madre, le prometieron dejar todo en herencia a ella,
que incluso habría podido escoger la ciudad donde vivir.
Su madre
le suplicaba que no tirara por la ventana la posibilidad de ser rica y feliz
con aquel buen joven. Pero visto que María no la escuchaba, comenzó a
reprenderla y a herirla moralmente. Una vez, no pudiendo ya soportar el regaño
de su madre, le dijo: "Y bien; si ese sujeto es tan bueno, adóptenlo
ustedes y quédense con él; déjenme a mí ir por mi camino, porque de esta manera
no obtendrán nada; me quitan la vida: ¡así no puedo vivir!".
La
pobrecita se sentía como un pajarillo indefenso; comenzó a adelgazar y decaer.
Entonces, los hermanos y los cuñados hicieron lo posible para demostrarle su
afecto: quisieron hacerla viajar para que se distrajera y se despertara en ella
algún interés por la vida mundana.
Una tarde,
después de cena, María se había retirado a su habitación mientras que todos se
habían quedado para discutir sobre lo que había que hacer para distraerla y
sobre cómo deberían comportarse ante ella, y habían concluido que, en general,
las cosas prohibidas son las que más se quieren; si, en cambio, no se prohiben,
interesan menos.
Una
sirvienta, presente en esta conversación, le había referido todo, añadiendo que
habían llorado por el hecho de que quería irse al convento. Tuvo la
confirmación a la mañana siguiente, cuando su hermana Jakica la abrazó y
estalló en lágrimas, y vio triste a Iván.
Este
hermano la quería mucho y ella le correspondía, porque también él era
desprendido de las vanidades de este mundo y pensaba más bien en cómo
contribuir a la instrucción y necesidades de los pobres. Así, María sintió cuán
poco bastase para entristecer a quien se quiere mucho.
La última
treta la urdieron su hermano Frano y su hermana Jakica. La invitaron a un viaje
junto con ellos. María no sabía el motivo de dicho viaje, pero no se
sorprendió, ya que tenían permiso para un viaje al año. Habitualmente María
aprovechaba esta ocasión para detenerse en algún convento; pero esta vez era
con compañía, por eso se hospedaron en un hotel de Split. Mientras estaba sentada
a la mesa del hotel junto con sus hermanos, he aquí que se presentó un sujeto.
María creyó que se tratase de una casualidad y nada más, sin sospechar del
complot. Cuando de improviso llegó de Sinj un automóvil enviado por el hermano
del sujeto para recogerlos. De inmediato se rebeló, pero no pudo escapar y tuvo
que ir con ellos porque le dieron a entender que el hermano de aquel señor se
habría sentido ofendido si hubiese rechazado la invitación después que había
enviado el vehículo desde tan lejos.
A María no
le agradó que el fulano viajase con ellos en el mismo vehículo, y al oído le
preguntó a su hermano el motivo.
"En
el fondo, el automóvil es de su hermano —le respondió Frano— y él viene con
nosotros para hacerle una visita".
Cuando
llegaron a casa de aquel señor, fueron acogidos con mucha cortesía y María muy
pronto se sintió el centro de la atención. Prepararon una carroza para un
paseo. María estaba convencida de que irían todos juntos; en cambio, cuál no
fue su sorpresa al ver que la habían dejado sola con el fulano. Atemorizada,
preguntó a dónde se dirigían; éste la tranquilizó diciéndole que iban a visitar
las posesiones de su hermano, y durante el trayecto le iba mostrando los
prados, las colinas, las casas, los caballos, como queriendo decir: ¡mira, todo
esto será tuyo; basta que quieras! Pero ella miraba sin ver. Al regreso todos
le preguntaron si le había gustado lo que había visto, y ella respondió:
"Sí, solamente los caballos".
De regreso
en casa se presentó otro pretendiente, sobrino del marido de su hermana Kata.
María creía que habría sido fácil rechazarlo, como había hecho con los demás,
pero no fue así, porque tuvo que luchar contra su cuñado, su hermana Kata y
contra todos sus parientes juntos.
Cuando
vino a casa de su madre para pedir-la como esposa, María sonrió mostrándose
indiferente, como si el hecho no le concerniese. El pobrecito se sintió
intimidado hasta el punto de no tener la valentía de pronunciar una sola
palabra. Así, volvió una segunda y una tercera vez, y cada vez sucedió lo
mismo: al verla, sacudido por una fuerte emoción, no lograba hablarle, mientras
que ella, con desenvoltura, lo saludaba preguntándole: "¿Cómo está tía
Kata?", le enviaba saludos y, rápidamente se despedía con la excusa de
tener que hacer. El se quedaba con la boca abierta y, entristecido, se iba.
María
creía que así lo había liquidado. Pero su hermana Kata se había deprimido
porque a su marido, que era muy rico, no le había dado un hijo y él quería
adoptar a su sobrino si se hubiese casado con María.
La
invitaron, entonces, a Brna donde le mostraron todos los bienes que habrían
sido suyos. Le hicieron notar que todo había sido arreglado según sus gustos.
Le mostraron incluso una bellísima habitación, lista para ella, con ángeles
pintados en el cielo raso, porque sabían que le gustaban... y derrocharon
promesas y lisonjas. Incluso se echó mano a la enfermedad de su hermana Kata y
del suegro, postrado en cama, para convencerla apelando a su compasión.
Un día, el
cuñado, teniéndola por la mano, comenzó a decirle: "Querida María, te
hablo en nombre de mi sobrino, que se deshace por ti, a pedirte como su esposa;
él, por intermedio mío, te hace saber que no está interesado en la riqueza, ni
la tuya ni la mía, sino solamente en ti; se declara dispuesto a todo, hasta a
mendigar un pedazo de pan por el mundo; ya nada le interesa, y esto es tan
cierto que no tiene intención de casarse con ninguna otra, a menos que se vea
obligado por nosotros; tan grande es su tristeza".
Después,
llorando, continuó: "María, en tus manos está mi vida y la de tu hermana,
que está obsesionada y afligida por tu causa. Mira; no tenemos hijos; ¡tú
serías nuestra alegría y nuestra heredera!".
Ella no
pudo hacer otra cosa que tomar tiempo. Sólo se puede imaginar el sentimiento de
culpa que se produjeron en su espíritu por aquella situación trágica: hacía
daño a todas aquellas personas solamente porque no quería consentir a las
nupcias con ese sobrino que, en el fondo, sólo quería su felicidad.
Fueron
pruebas tremendas, todavía más agudas por el hecho de que no podía expresar su
decisión por miedo del contragolpe que habría podido sufrir su hermana.
A este
punto, ¿qué podía hacer, pobrecita? Ya estaba firme en su decisión; aún más,
estaba ligada por el voto perpetuo y día tras día esperaba el mejor momento
para irse a algún convento, pero al no ser mayor de edad, no podía hacerlo sin
el permiso del tutor.
Y, mira
tú, los tutores eran justamente los dos cuñados.
Se hundió
en una tristeza de ánimo semejante a la muerte. Se sintió sola; sin ninguna
ayuda, como si también Jesús la hubiese abandonado.
En ese
estado de profunda aflicción, golpeaba la cabeza contra la muralla, deseando
desaparecer en ese momento: por una parte, no soportaba la idea de ser causa de
ruina para la vida de otros; por la otra, quería ser libre para ir por su
camino. Estaba consciente de "tener" que dar una respuesta decisiva
y, por consiguiente, la espada habría atravesado los corazones de sus seres
queridos.
Al final,
se sentó y escribió su respuesta: "¡No tengo intención de casarme!".
V
Al igual
que su difunto padre, María no simpatizaba con los ricos; no los tenía en gran
consideración. Parecía tener corazón solamente por los pobres, pero no era
libre para ir donde ellos: no podía ni visitarlos ni ayudarles abiertamente,
porque su madre la regañaba. Le prohibía incluso frecuentarlos, si bien no
siempre explícitamente; pero, cuando se lo prohibía le decía: "¡No debes
ir!".
María no
se atrevía a contradecirla para no pecar de desobediencia. El espíritu inflamado
de la juventud la llevaba, sin embargo, observar y considerar todas las cosas
desagradables de este mundo. Decidió, por tanto, huir para irse a un convento
de clausura y hacer perder definitivamente sus huellas. En uno de esos momentos
de exaltación quemó todos los documentos personales, sus apuntes espirituales,
el diario e incluso las cartas que le había escrito el obispo...
Con gran
ingenuidad se dirigió a su cuñado alcalde, quien, después de la muerte de su
padre era su segundo tutor. Le dijo que si la querían bien, no debían
atormentarla, porque no habrían obtenido otra cosa que se debilitara más; pero
aunque débil, en secreto se iría a un convento de clausura.
El cuñado
le pidió, entonces, permiso para confiar el asunto a su mujer Ivica para
pedirle consejo. María aceptó, pero él no se lo dijo solamente a Ivica, sino
que, por la tarde, en secreto, también lo contó a sus hermanos, quienes se
entristecieron hasta las lágrimas y le rogaron que se quedara con la familia al
menos otros cinco o seis años, porque sabían que serían llamados a las armas en
vista de la guerra ya anunciada.
La
situación era que dos de ellos estaban estudiando; dos hermanas ya se habían
casado, la tercera estaba por casarse y la pequeña Milka estaba enferma, de
manera que sobre la mamá y sobre todo María recaía el peso de la conducción
práctica y administrativa del patrimonio familiar.
Por esto
la madre comenzó a organizar almuerzos especiales a los que invitaba a algunos
huéspedes con la única finalidad de persuadir a María de que desistiera de su
decisión.
Una vez,
su cuñado Joaquín dijo que María estaba hecha para vivir y actuar en el mundo y
subrayó el bien que podría hacer a la humanidad teniendo sus propios hijos y
convertirlos en verdaderos hombres.
María
había respondido: "Ya hay demasiados niños inteligentes y abandonados, que
no tienen quien los eduque y les muestre la vida, y que, en cambio, podrían ser
preparados para asumir compromisos a favor de la humanidad". Y prosiguió:
"Estos me llaman para que les haga las veces de madre. ¡No estoy llamada a
sacrificarme como madre de cinco o seis hijos, sino de centenares, de millares
de niños abandonados!".
María,
pues, ya con la intención de irse secretamente lejos, al convento de clausura
de las Clarisas, se las ingenió para obtener la cédula de identidad. Pero lo
vino a saber Joaquín, su cuñado y tutor, quien se las arregló para que la
autoridad judicial vigilara el puerto de Prigradica y el de Vela Luka. Así se
desvanecieron todos sus planes.
Mientras
tanto, María seguía debilitándose y perdiendo la salud. Los médicos no se
ponían de acuerdo en el diagnóstico, por lo que su madre decidió llevarla donde
unos especialistas en Split. Renació en ella la esperanza: una vez en Split le
habría sido más fácil refugiarse en un convento de clausura. Mientras esperaba,
arregló bien todas sus cosas: entregó el testamento al párroco, Don Pedro, para
que lo conservase en la caja de fondos de la parroquia. En el testamento, entre
otras cosas, decía: "Dejo todos mis bienes para la construcción de un
colegio para niños pobres y abandonados en Blato, donde, durante el período
escolar, puedan estudiar y comer, mientras que los huérfanos pueden vivir
allí".
Revisada
por un especialista de Split, éste dijo a su madre: "Su joven sufre terriblemente;
su corazón ya no tiene fuerzas, está muy débil", y explicó cómo estaban
las cosas, añadiendo: "¡Si no le conceden lo que desea, tengan la
seguridad de que no vivirá más de dos meses!".
Tanto
María como su madre, mirándolo, cada una por su cuenta, se preguntaba cómo
podía conocer sus grandes aflicciones interiores.
Mientras
tanto el médico prosiguió: "Si hubiese padecido todas las penas posibles y
si todo el mundo se le hubiese venido encima, no estaría reducida en estas
condiciones".
La mamá se
turbó mucho y volvió al albergue muy pensativa. En el hotel donde alojaban,
María le dijo: "Vea que ya no puedo más; no sigan atormentándome con sus
prohibiciones; dejen que me vaya en paz a un convento, ahora mismo, ya que me
encuentro a mitad de camino. ¡Si no me dejan ir por las buenas, me iré
igualmente y no me volverán a ver más!".
María
tenía consigo una cierta suma de dinero, suficiente para el viaje, porque cada
hija podía disponer de dinero en el banco, dejado por su difunto padre, junto
con Bonos del Tesoro austríacos.
Asimismo
el obispo Palunka, donde la había llevado su madre, dijo sin rodeos:
"¡Dejen que la joven se vaya en paz, si es lo que desea!". La madre
trató de explicarle que la joven era débil y bastante sensible para una vida tan
rígida como la del convento de clausura. Este replicó que Jesús mismo da la
fuerza necesaria al alma y se puso a contar un bonito ejemplo de una niña,
condesa, que, aunque débil y sensible, se había ido a un convento de
"enterradas vivas". La madre, a este punto, se arrepintió de haber
acudido a él y se apresuró a irse. Así, con la tristeza en el corazón, la
acompañó, después de innumerables recomendaciones, donde las Siervas de la
Caridad.
María, por
su parte, para tranquilizarla, tuvo que prometer que durante dos meses se
quedaría tranquila con ellas; así, con espíritu de sacrificio, se sometió al
querer de su madre.
Las
Siervas de la Caridad le reservaron una bonita habitación y encargaron a una
religiosa que le hiciera compañía. La llevaba cada día afuera a pasear; o bien,
a caminar con ella de un extremo a otro de la terraza. En el refectorio de los
colegiales tenía una mesa reservada. A petición suya, tuvo una profesora de
italiano y otra de alemán.
Era una
comedia por ambas partes, porque María fingía no descubrir su vocación, por
tanto vestía de una manera llamativa (vestido y sombrero blanco con violetas);
y, de parte de ellas, las religiosas fingían no saber nada, mientras que habían
sido advertidas secretamente tanto por su madre como por su padre espiritual.
Pero allí
le aconteció algo singular. Un día María atravesaba el patio donde se
encontraban algunas religiosas en recreación. En aquel instan-te, la Madre
vicaria preguntó a sor Magdalena, de la que decían que era profetiza:
"Diga, Sor Magdalena, usted que es profetiza, ¿qué será de esta señorita
María?".
Respondió:
"¡Será una santa religiosa!". "¿Y cómo se llamará?".
"¡Se
llamará Sor María Crucificada!".
María
contuvo la emoción, soñrió pensando dentro de sí: "¿Y si así fuera?",
y, rápidamente, se fue.
En ese
momento, decidió, una vez más, dirigirse a Mons. Marčelić para tener
su consejo, escribiéndole que ya no podía contener más su vocación por un
convento de clausura que estaba preparando para el viaje; pero, al mismo
tiempo, era perseguida por una voz interior que le pedía sacrificarse
quedándose en el mundo, alejándose de los suyos, como él mismo le había
escrito. Y concluía: "Pero, vea usted que no puede hacer nada por
ayudarme; por eso, desolada al ver la ceguera y las injusticias del mundo y
tanta miseria, quiero irme a algun lugar solitario donde, en silencio, llorar y
dar la debida satisfacción al Señor".
En espera
de la respuesta, hizo una novena al Sagrado Corazón y encomendó a las
religiosas que rezasen por sus intenciones.
En aquella
ocasión confió a la Madre vicaria su propia vocación y la lucha consigo misma,
diciéndole: "Si hubiera dos Marías, una la dejaría en medio de la gente
para trabajar y sacrificarse por los necesitados; mientras que la otra la
llevaría lejos a un convento de clausura, donde nadie la encontrara".
A la
mañana siguiente del término de la novena, llegó la carta del obispo
Marčelić: "¿Tú, qué irías a hacer en un convento de clausura?
¿Qué quisieras hacer por la gloria de Dios y para ayudar a los necesitados? No
tendrías la libertad para actuar; a lo sumo, quizá podrías poner o levantar la
mesa, desperdiciando, así, sin un motivo específico, el tiempo precioso de tu
vida y las capacidades que Dios te ha dado. En el convento de clausura tendrias
una vida breve, como la de tu difunta hermana Sor Gertrudis. Tú dices que no
puedes soportar tanta miseria, corrupción y engreimiento del mundo, mientras
que estás sufriendo porque no puedes ayudar; por eso quieres irte para poder
llorar por estas miserias. Pero no está bien escapar y dejar la casa mientras
está en llamas; ¡llorar por eso no es de héroes! Al contrario, hay que trabajar
con todas las fuerzas posibles para apagar las llamas y salvar lo que se pueda.
Te aconsejo, pues, que vuelvas y te comprometas con tu pueblo en la educación
de las jóvenes. Con el tiempo podrás abrir una casa religiosa; pero cada cosa a
su tiempo".
En estas
palabras, María vio la voluntad del Señor e inmediatamente volvió a casa –era
el otoño de 1914– para empeñarse en Blato, permaneciendo en espera de
ulteriores directivas de lo alto…
En tanto,
la gran guerra mundial asolaba Europa sembrando muerte y miseria, y el
contragolpe que vivían los pequeños pueblos era aún más grande: viudas,
huérfanos, hambre, enfermedades... Sobre este trasfondo se iba definiendo la
vocación de María.
El 17 de
septiembre de 1917, María recibió otra carta del obispo Marčelič, en
la que le decía: "Todo está en tu buena voluntad; en eso debes ser
completamente libre; debes decidir tú sola, libremente; luego estarás más
tranquila y tendrás mayor mérito ante Dios. ¡Todo será solamente tuyo! Dios nos
ama, respetando nuestra libertad; lo que hacemos espontáneamente le agrada más.
Te digo lo que pienso y lo que deseo, pero la mía no es la última palabra. ¡Es
necesario que decidas tú misma! Yo, por mi parte, quiero que te quedes con
ellas, en el colegio de las Siervas de la Caridad, y ello por varios motivos.
Te
quedarías allí como una buena levadura; podrías hacer el bien por tu pueblo y,
con el tiempo, fundar una Congregación religiosa, tomando a tu cargo la
educación de las niñas más necesitadas; en Blato hay que hacer surgir los
estratos más bajos de la sociedad; los bienes que posees quedarían en Blato, es
decir, a sus habitantes.
Si después
abren el comedor popular, podrías entrar donde ellas [las Siervas de la
Caridad] como ayudante. De esta manera, quizá tu madre te daría permiso más
fácilmente... y después, cuando cumplas 24 años, con la mayoría de edad, podrás
decidir sola, libremente. Pero tendrás que actuar con valentía. ¡Reflexionar
sola ante Dios... y decidir! Es necesario que todo sea obra tuya".
María
aceptó y acató este consejo como un verdadero signo de la voluntad de Dios, que
esperaba desde que había regresado a Blato. Decidió, pues, ir a habitar con las
Siervas de la Caridad en calidad de ayudante en el comedor popular, donde, por
lo demás, ya prestaba servicios en la administración, y diariamente hacía
largas caminatas a pie para la distribución de bonos a la gente. Pensó que por
esta razón, quizá su madre la dejaría ir de buena gana, al saber que no se iría
para hacerse monja.
Con esta
estrategia, habría podido empeñarse libremente en las obras de caridad y sobre
todo asistir a aquellos huérfanos que la guerra hacía germinar como flores del
campo. Esta era una manera también para facilitar poco a poco el
desprendimiento de los suyos para partir después con más facilidad y seguir la
llamada de Dios.
Pero su
mamá se opuso enérgicamente, por el hecho que se habría encontrado
completamente sola en la administración de las propiedades. En efecto, de sus
hermanos, uno estaba en el frente y otro prisionero de los italianos; la
hermana Milka estaba en el colegio en Korčula y Jakica en Viena. Además,
las Siervas de la Caridad no tenían lugar, porque aún no estaban terminados los
trabajos de edificación de su segunda casa. Así, con todos estos impedimentos,
tuvo que esperar hasta el 25 de marzo de 1919.
VI
Habiendo
sobrevivido a la terrible epidemia conocida como "española", que
siguió a la guerra, y literalmente renacida luego de una enfermedad mortal,
María reconoció en un sueño misterioso a quien sería una hermana suya y gran
colaboradora: María Telenta, la futura Sor Gabriela.
En efecto,
una mañana María Telenta había ido a la iglesia. El párroco, Don Pedro, le
había pedido que fuera a ver si María aún vivía y que volviera a decírselo.
Cuando
María la vio, alargó los brazos, diciendo: "¡Oh, si tú supieras, si tú
supieras!... ¡Tú eres mi hermana!". Y no lograba decirle otra cosa debido
que su lengua estaba todavía hinchada, lo que no le permitía hablar libremente,
pero quiso abrazarla y besarla, repitiéndole: "¡Tú eres mi hermana, mi
hermana!".
María
Telenta creyó que estaba delirando y se puso a acariciarla suavemente,
diciéndole: "¡Cálmese, señorita María!", mientras que María seguía
diciéndole: "¡Oh, si tú supieras...!".
María Telenta
apenas conocía a María Petković hasta entonces, pero, a veces, en la
iglesia, fijando la mirada sobre ella, tenía la sensación de que algún día le
habría sido de ayuda. Y se preguntaba qué ayuda habría podido brindar a una
Petković, De todas maneras, ya desde entonces inconscientemente la quería
mucho, por eso la tarde en que María estaba moribunda, María Telenta, cuando
oyó decir bajo su ventana: "¡Si, está muerta!", saltó de la cama, en
camisa de noche, se arrodilló en medio de su habitación con los brazos
levantados al cielo, implorando y rogando a Dios que hiciese vivir.
A menos de
dos meses de la grave enfermedad, todavía débil, quiso trasladarse a Babina
(era comienzos de febrero de 1919) para reanudar y llevar a término la
enseñanza a los niños.
Un día,
que volvió a Blato para confesarse y comulgar, para recoger libros
espirituales, material y libros didácticos para la escuela, había pasado a ver
a su hermana Ivica.
Cuando se
dio cuenta que María estaba por volver a Babina sola, Ivica la reprendió,
diciéndole: "¡Es impensable que una mujer esté sola en ese lugar tan
aislado!". Y le "impuso" que Llevase consigo a una joven, una
modista, que estaba con ella. ¡Esa costurera era María Telenta!
Si bien
María estaba deseosa de conocer mejor a la Telenta, hubiese preferido ir sola,
temiendo ser disturbada en su soledad y en el recogimiento espiritual que
buscaba en Babina. Pero su hermana no quiso oír razones y a María no le quedó
otra opción. En tanto Ivica había recomendado a la Telenta que distrajera un
poco a María, porque la veía demasiado retirada y pensativa, y temía por su
salud, considerando lo acaecido anteriormente.
El buen
Dios había encontrado así el modo de que se conocieran mejor y experimentaran,
además, la vida en común. La modista aseaba la casa y preparaba lo necesario
mientras María se ocupaba de la escuela, de su lectura espiritual o la
meditación.
María
Petković, como buena organizadora, había hecho un horario de tipo
monástico que observaban escrupulosamente; incluso la recreación, pese a que
eran solamente dos.
La
experiencia resultó muy positiva y cimentó su vinculación.
Y
finalmente llegó el día tan anhelado.
El 25 de
marzo de 1919 María dejó la casa de sus padres para retirarse a la Casa de las
Siervas de la Caridad. Como era de prever, en esta opción suya la había seguido
María Telenta. Así, el Señor, en la persona de esta buena y humilde hija del
pueblo, le había dado un ángel con el fin de que la animase y sostuviera en los
días difíciles del camino de su vida.
Las Siervas
de la Caridad las acogieron con mucho gusto y afecto. María les había informado
previamente que serían dos. Como pensionistas pagaban mensualmente, Maria 500
kunas, mientras que María Telenta les entregaba todo cuanto lograba ganar con
su oficio de modista.
Mientras
estaba a la espera de conocer la voluntad del Señor sobre ella, María
desarrollaba las actividades de apostolado, guiaba las asociaciones católicas y
se ocupaba de los niños pequeños. Estaba empeñada sobre todo en la conducción
del comedor popular para cerca de 3.000 personas a las que distribuía los bonos
para el retiro de los alimentos.
Al ser
solamente una pensionista, podía salir libremente para visitar a las personas
indigentes a las que su madre no se lo había permitido.
El hombre
puede tener una idea del actuar del Espíritu si piensa en el viento, que sopla
donde y cuando quiere. En Blato todo parecía proceder según su ritmo, cuando
sucedió algo inesperado: falleció la Superiora de las Siervas de la Caridad.
Habían transcurrido apenas dos meses desde que María había ingresado en su
Casa. Pero el trastorno fue aún mayor cuando en pocos días las restantes dos
hermanas y una administradora regresaron a Italia, a su Casa Madre en Brescia.
En aquella
época, Italia había ocupado Dalmacia y las relaciones no eran buenas, por eso
las hermanas se habían dado cuenta que era mejor irse; y, por lo demás, bien
poco podían hacer, visto que habían quedado solamente dos, ya ancianas. Habían
solicitado la llegada de más personal, pero ni la Casa Madre ni la Provincia
habían respondido positivamente, por lo que habían resuelto retirarse.
Sin
embargo, no queriendo hacer vana improvisamente su misión en Blato habían
decidido confiar temporalmente la Casa y el Asilo Infantil a la responsabilidad
de María Petković.
Así, María
Petković y María Telenta comenzaron a hacerse cargo de las actividades: el
colegio, el asilo y el comedor popular.
A los ojos
de la gente pareció que nada había cambiado y no se maravillaban al ver a María
a cargo de todas las actividades; al contrario, muchos, por un cierto
provincialismo, estaban contentos al saber que la Obra había pasado a manos de
una coterránea.
Mons.
Marčelić no hizo esperar su voz y su consejo iluminado en aquellos
días particulares. Con fecha 16 de julio de 1919, escribió: "Si en el
mundo todo sucede según un designio de Dios, ¡esta es su voluntad! La
Providencia divina gobierna el universo y cada cosa que sucede en el mundo. El
ojo de Dios ve todo, el bien y el mal. Si las Siervas de la Caridad dejan Blato,
yo deseo y, luego de haber rezado a Dios, he llegado a la conclusión que tú
[María Petković] permanezcas en la casa como superiora junto con las demás
que ya están contigo y que lleven adelante el colegio como mejor puedan, bajo
mi dirección y la del párroco. Tú misma, varias veces, me has manifestado el
deseo de ofrecerte a ti misma y tus bienes a favor de tus conterráneos de
Blato. He aquí la ocasión. ¡Esta es la voluntad de Dios! Preparen un inventario
de las cosas que hay en la casa: mesas, camas, etc. y no será difícil que se
pongan de acuerdo con las Siervas de la Caridad de Dubrovnik; les darán lo que
es justo. Pongámonos solos de pie. Encomiéndense a Dios y acepten la cosa
tranquilamente".
Como se
puede advertir, el obispo habla ya de "las demás que ya están
contigo", por tanto, no sólo de Gabriela Telenta. En efecto, se habían
presentado a María dos jóvenes que deseaban unirse a ellas. La primera de las
dos era Palma Bačić Fratrić (la futura Sor Catalina de la
Santísima Trinidad) y la segunda Magdalena Šeparović (que será Sor Vicenta
de la Pasión de Jesús).
María, por
prudencia, les había dicho que, por el momento, podían ayudar durante el día en
el comedor popular, pero por la tarde debían volver a sus casas. Y prontamente
había informado a Mons. Marčelić.
Después de
haber leído la respuesta del obispo, María advirtió con claridad la voluntad de
Señor, y en ese instante sintió todo el peso y la importancia de dar inicio a
la nueva Congregación religiosa.
Después,
llamando a Palma Bačić y a Magdalena Šeparović, les dio a
conocer la decisión del obispo, y las invitó a decidir libremente si quedarse
con ella en Blato para fundar una nueva asociación, o bien de irse a alguna
Congregación ya constituida. Naturalmente se hizo escrúpulo de informarles sobre
las dificultades a las que se enfrentarían si se quedaban con ella, dado que
aún estaba todo en la mente de Dios. La respuesta no llegó a través de las
palabras, sino con un largo y caluroso abrazo.
Hay, sin
embargo, un momento en que todos los que están por poner la mano en el arado
son asaltados por una especie de miedo a equivocarse, y buscan una confirmación
a su actuar.
María
Petković no podía ser la excepción.
Las mandó
donde el párroco, Don Pedro, para tener su parecer: él les aconsejó que se
quedaran con María en Blato y que él mismo se ocuparía de ellas.
Con lo que
María disponía se compraron los muebles de la Casa, mientras que el mobiliario
de la capilla y de la escuela fue simplemente cedido, porque provenía de los
fondos de la beneficencia pública.
Con filial
confianza se había dirigido así al Señor: "¡Heme aquí, Señor; me entrego
totalmente a ti; estoy dispuesta a cumplir tu voluntad sacrificándome por ti y
por los necesitados (aun-que no conozca mi futuro), con tal que tú mismo, Señor
y Esposo nuestro, prepares todo. Entonces yo obedeceré y vendré; me sacrificaré
con todo mi corazón por ti y por tus hijos; seré como una sirvienta a tu
servicio, para cumplir tu voluntad!".
Luego le
había hecho presente que el Esposo debe procurar todas las cosas, preparar la
habitación y pensar en su manutención; mientras que la esposa tiene el cometido
de tener hijos y velar porque en la familia reine el amor.
De esta
manera el Señor mismo había preparado todo: Casa, escuela con los bancos,
pequeña Capilla con el Santísimo, huerta, camas, armarios, libros, etc.; justo
como María le había pedido.
Con fecha
3 de agosto de 1919, día en que partieron definitivamente las Siervas de la
Caridad, María recibió oficialmente a las dos jóvenes.
Magdalena
Šeparović, Palma Bačić y María Telenta, entrecruzando sus brazos
formaron un círculo colocando a "María en el centro, y desde ese momento
la llamaron "Madre". Incluso la gente, espontáneamente, comenzó a
llamarla "Reverenda Madre", si bien no vistiese aún el hábito
religioso.
Así, en
cuatro comenzaron la vida en común. Al día siguiente (4 de agosto) fue
elaborado un horario y asignados los oficios: María Petković guiaría la
comunidad religiosa, el asilo infantil y la escuela de las niñas; María Telenta
Vicio trabajaría para los externos y con ese trabajo contribuiría parcialmente
al mantenimiento de la comunidad;
Magdalena
Šeparović y Palma Bačić, ayudadas por militares, trabajarían en
el comedor popular.
"Me
alegra que me hayas obedecido -la felicitó de inmediato Mons.
Marčelić- y te hayas quedado en el lugar con tus compañeras. ¡Cada
cosa, por grande que sea, comienza con lo pequeño! Recuerda el grano de mostaza
del Evangelio...".
Puesto que
era un deseo de María ser asociada a la Orden Franciscana, el obispo le mandó
también la "Pequeña Regla" con estas paternales recomendaciones:
"Les envío la Regla general de la Tercera Orden Regular de San Francisco.
Acepta la cosa seriamente aunque con la debida amabilidad y tranquilidad, según
la voluntad de Dios. No temas las dificultades, especialmente las iniciales.
Cada comienzo es duro. Prepárate para el empeño con generosidad. ¡A quien es generoso,
el Señor lo sostiene! Solos somos poco o nada; pero en unión con Dios
Omnipotente, también nosotros llegamos a ser poderosos. ¡Todo sea para la
gloria de Dios!
Antes de
aceptar a alguna joven, abre bien los ojos; fíjate si está guiada solamente por
la gloria de Dios, por la salvación suya y de las demás almas; si está
dispuesta a la abnegación; si desea el bien de su pueblo, Blato; primero que
nada fíjate en su conducta moral y, por qué no, también en la salud y situación
económica.
La
obediencia ocupe el primer lugar; el segundo, la obediencia, y el tercer lugar
siempre la obediencia total con el espíritu y el corazón. (...) Que todos las
conozcan por sus buenas acciones, por su humildad, por su abnegación y sus
sacrificios".
En poco
tiempo la Obra comenzó a dar los primeros gérmenes: de acuerdo con el párroco,
Don Pedro, se abrió un "Albergue diurno" y un "Jardín
Infantil".
Al
comienzo, el Albergue lo llevaba adelante María, mientras que al año siguiente
se hizo cargo Magdalena Šeparović, hasta que llegó a la Congregación
Margarita Radić (la futura Sor Buenaventura) quien, ayudada por otra
maestra, tomó la dirección del asilo y del "Albergue diurno".
Se
acogieron también en el instituto las dos primeras niñas, huérfanas de padre y
madre y sin parientes cercanos. Así se dio comienzo al orfelinato.
VII
El año
1920 fue un año de gracia para María y su joven fundación. Ya se habían
delineado las figuras claves: Mons. Marčelić asumió el papel de
padre, educador y guía espiritual en la formación de María y de sus compañeras.
María, como fundadora, era responsable de la espiritualidad, del apostolado,
del Instituto y, al mismo tiempo, Madre de la comunidad.
El
comienzo, como todo comienzo, fue heroico, así también para aquel manojo de
mujeres enamoradas del Señor y de los hermanos: el amor por Jesús mitigaba y
les daba fuerzas para resistir incluso en las pruebas más duras. Cumplían
alegremente las labores más pesadas por amor a la Congregación. Se contentaban
con el alimento incluso más pobre, el que, durante las dificultades iniciales,
no era ni nutritivo ni suficiente.
Enfrentaban
cualquier dificultad con el ánimo pronto al sacrificio y la abnegación, dando
así una contribución para el crecimiento del grupo. Todas iban de buena gana a
recoger la limosna para la manutención de la comunidad. Las familias más
pudientes las ayudaban y ellas, por su parte, iban a visitar a los enfermos
necesitados y, además de ayudarles materialmente, ejercían una misión
instruyéndoles y confortándolos en sus dolores.
Aquellas
hermanas poseían sobre todo el espíritu de obediencia de una manera que sólo se
encuentra en los grandes santos. Nutrían un gran amor y estima por su
"Madre María" a la que querían mucho más que a la madre natural.
En este
desarrollo tan fecundo de vida espiritual, la pequeña fraternidad iba poniendo
poco a poco sus fundamentos con la bendición de Dios.
No
obstante, pues, la pobreza y los sacrificios, las vocaciones comenzaron a
florecer y había necesidad de redactar un Reglamento.
María
recurrió a Mons. Marćelić quien le ordenó escribir ella misma las
Constituciones. A la mujer le pareció que la tierra temblaba bajo sus pies:
humildemente le pidió que las recopilara él o, al menos, que prepara un
borrador, porque ella se sentía incapaz.
"¡No,
no –se defendió–, tú puedes y debes hacerlo! Toma como modelo las Reglas de las
Ordenes antiguas y luego adáptalas a la vida y al trabajo de esa Congregación
que tienes en mente, así como el Señor te inspira".
No
obstante la fuerza de confianza, María no se consideraba a la altura de aquella
tarea, pero no le quedaba otra cosa que inclinar la cabeza y poner su confianza
en la benevolencia del Señor.
¡La
obediencia por encima de todo! Por eso el 2 de agosto de 1920 se retiró a
Prizba junto con Maria Telenta para escribir en la soledad, en el recogimiento
y la oración, las primeras Constituciones para la Congregación. Una criatura
aún en pañales, que daba vagidos, sin nombre ni apellido.
Comenzó a
escribirlas al aire libre, en el bosque, a orillas del mar, sentada sobre una
piedra, sola bajo el azul del cielo, en el nombre de Dios. "¡Todo sea en
la caridad, en la sencillez y en la abnegación, trabajando y sacrificándose por
los pobres y los huérfanos; por la difusión de la gloria y del amor de Dios por
medio de la enseñanza a las asociaciones católicas y, a través de ellas, a sus
familias, para que todos conozcan les propios deberes cristianos y amen a Dios
nuestro Salvador!".
Día tras
día María pudo experimentar cómo el Señor no le hacía faltar su asistencia,
porque por sí sola no habría sido capaz de compilarlas según los cánones de la
Iglesia, que ni conocía ni tenía al alcance de la mano.
"¡Viste!
Qué te había dicho?", le dijo el obispo luego de haberlas examinado,
"no tengo nada que objetar". No obstante, las hizo examinar por
cuatro canonistas para ultimar formalmente la terminología técnica. Dio la
primera aprobación el 15 de junio de 1923, y una segunda el 18 le junio de
1928, después de una puesta al día.
Mons. José
Marčelić, en este momento, decidió que había llegado el momento de
echar al agua la nueva nave que en el nombre de Jesú debía hacer tanto bien a
los pobres, a los huérfanos, a los
enfermos y marginados.
Comunicó a
María tal decisión a través del párroco, Don Pedro, recomendando preparar todo
para la vestición religiosa.
Para el
santo hábito, por inspiración divina y consejo del obispo, María dio
indicaciones sobre cómo debería ser cortado y cosido. El hábito lo confeccionó,
naturalmente, María Telenta y dado que después de la guerra la tela costaba
mucho, el Señor la ayudó por medio de su hermana Kata (ya viuda de
Tomašić), quien donó la tela para algunos hábitos, y el resto lo
compraron.
De acuerdo
con el obispo, María invitó al Padre Mariano Stašić, superior de los
franciscanos de Split, para que dirigiera los ejercicios espirituales.
Inmediatamente
después de su llegada a Blato, Monseñor se dirigió al Instituto. En la capilla,
les dirigió un paterno saludo poniendo de relieve el valor del día siguiente,
en el que se consagrarían a Dios para siempre. Luego las llamó una por una para
el examen canónico. Al final, se declaró satisfecho porque las había encontrado
a todas bien preparadas, como las vírgenes prudentes, prontas para ir al
encuentro del Esposo.
Mons.
Marčelić pidió, entonces, al Padre Stašić que escogiera los
nuevos nombres junto con las candidatas. Preguntó primero a María qué nombre
quería. Ella respondió: "Me llamo María y como terciaria me llamo
Magdalena, por eso quisiera quedarme con el mismo nomhre".
El Padre
Stašić, en cambio, propuso María de Jesús Crucificado, nombre que en su
interior deseaba. Poco tiempo antes, en efecto, había rogado a Jesús, bañando
con lágrimas su cruz, que le diese este nombre como signo de que la aceptaba
como su esposa.
Se
continuó con la elección de los nombres para las demás candidatas, oyendo el
parecer de María y de las interesadas.
En cuanto
al nombre de la Congregación, Monseñor interpeló a María, que respondió sin
mostrar el mínimo titubeo, dando también su motivación: "Se llamará
Congregación de las Hijas de la Misericordia de la Tercera Orden de San
Francisco, en cuanto que caridad y misericordia se asemejan. Es decir: 1) las
Hermanas realizan actos de misericordia y actos de caridad por amor a Dios; 2)
"Hijas" quiere decir algo que proviene del Padre; "hija de la
misericordia", porque brota del Corazón misericordioso del Padre y realiza
actos de su misma misericordia".
Cuando la
gente supo que la vestición y la fundación de la nueva Congregación estaba
próxima, conmovida y partícipe, se preocuparon por adornar de flores todo el
pueblo y las callejuelas por donde pasarían las candidatas. Algunos hombres,
durante la noche, habían cortado árboles de pino y las jóvenes habían preparado
guirnaldas para embellecer la calle y los balcones. Moviéndose por la parte
este del convento, pasarían por San Jerónimo hasta llegar a la iglesia
parroquial de Todos los Santos.
Se había
pensado realizar la ceremonia en el día de la memoria de San Francisco de Asís,
por eso el 4 de octubre estaba todo preparado, pero debido a un imprevisto
atraso del obispo, obligó postergarla para el día siguiente. Sin embargo, por
explícita orden del obispo, la fecha oficial e histórica de la vestición y de
la fundación debía seguir siendo la fiesta de San Francisco. Y así fue.
En la
mañana, a las 5,00 hras., las campanas de la iglesia de Todos los Santos en
Blato anunciaron festivamente que sus hijas, las hijas de su nación, estaban
por dar vida a una nueva Congregación.
Respondió
la campana del convento, como la voz del Esposo que invitaba a las vírgenes a
prepararse. Y ellas, gozosas y alegres, respondieron. Se vistieron de blanco;
sus cabellos, que debían ser sacrificados a Dios, caían sueltos por la espalda.
Sus cabezas estaban cubiertas de blancos velos y coronadas con las guirnaldas
de flores.
Llegaron
poco a poco sus padres, quienes abrazándolas les daban la bendición. Llegaron
también las madrinas, que fueron las primeras y más calificadas viudas del
pueblo; las "Hijas de María" y las integrantes de la Asociación del
Angel con sus estandartes.
Cuando
llegó el párroco, Don Pedro, María se le arrodilló delante y le pidió la
bendición, diciendo: "Desde este momento, yo, por intermedio suyo, me
entrego en las manos de Jesús a mí misma y a mis Hermanas en Dios, para que
usted sea para ellas padre y madre, ya que ellas dejan hoy definitivamente a
sus propios padres naturales".
A las
ocho, las campanas repicaron de nuevo a fiesta y el cortejo se movió. Al frente
había una niña vestida de blanco que llevaba la cruz del Salvador adornada con
rosas y tules blancos, a las que hacían corona otras dos, también vestidas de
blanco. Seguían las candidatas con sus madrinas, después los padres y los
parientes.
Acudió
toda la población que formó dos filas a lo largo del trayecto. El ingreso
principal de la iglesia parroquial estaba adornado de ramas verdes y tules
blancos. Ahí estaba el Padre Mariano Stašić, vestido con los ornamentos
sagrados, que las acompañó hasta el altar de Santa Vicenta, donde, con
ornamentos pontificales, las esperaba Mons. José Marčelić, junto con
un grupo de sacerdotes y clérigos.
La iglesia
estaba llena de gente, tanto que algunos se habían subido al púlpito y otros a
los confesionarios.
Terminada
la liturgia eucarística, el obispo pronunció un discurso de circunstancia,
luego de lo cual comenzó la ceremonia de vesticion.
Primero le
correspondió a María, quien fue vestida por Monseñor, ayudado por los
sacerdotes y por su madre. Don Vicko Bosnić recogió en una bandeja los mechones
de cabellos cortados. El Padre Stašić tomó de las manos del obispo el
cordón y se lo ciñó a su cintura.
María,
revestida con el hábito religioso, en su calidad de fundadora se colocó al lado
del Obispo y procedió a la vestición de las hermanas:
María
Telenta Vicio, Palma Baeić Fratrić, Magdalena Šeparović Buda,
Jozica Franulović Njalo y Anka Sladović.
Enseguida,
continuando con el ceremonial, las neo-profesas se intercambiaron un abrazo de
Hermanas, mientras se cantaba: "¡Vean: qué dulzura, qué delicia, convivir
los hermanos unidos!".
El 11 de
octubre, Monseñor decidió admitir a las hermanas recién vestidas a los santos
votos, de manera que se pudiera elegir el Consejo directivo de la nueva
Congregación.
La
ceremonia se realizó delante del altar mayor, adornado para la ocasión, en
presencia de toda la población de Blato.
Sor María
Petković, en primer lugar, se acercó al altar y emitió sus votos
temporales. En este momento, el obispo se levantó y, vuelto hacia ella, dijo
con la voz estremecida por la emoción: "¡De ahora en adelante ya no te
llamarás más María Petković Kovać, sino Sor María de Jesús
Crucificado!"
La emoción
se extendió de la candidate a toda la gente que asistía a la ceremonia, y se
repitió para cada una, mientras el Obispo, después de pronunciados los votos,
le daba en nuevo nombre:
"Sor
María Telenta, de ahora en adelante serás Sor María Gabriela del Buen Pastor,
Sor Palma
Bačić, serás Sor María Catalina de la Santísima Trinidad,
Sor
Magdalena Šeparović Buda, serás Sor María Vicenta de las Llagas de Jesús,
Sor Jozica
Franulović, serás Sor María Serafina de la Pasión de Jesús,
Sor Anka
Sladović, de ahora en adelante te llamarás Sor María Josefa del Niño
Jesús.
Están
muertas al mundo y con ello han dejado también su nombre de bautismo; ahora
vuelven a nacer a una nueva vida en Cristo con un nuevo nombre".
Jurídicamente
ahora era posible celebrar, bajo la presidencia del obispo, el primer Capítulo
general de las "Hijas de la Misericordia" y elegir al Consejo
directivo. Sor María Petković fue elegida por unanimidad como Superiora
general y Sor María Telenta como Vicaria.
Mons.
Marčelić pidió al Padre Mariano Stašić que leyera, en su nombre,
el decreto de nombramiento de la Superiora General de la Congregación y después
el de la Vicaria general.
La nueva
Congregación podía ahora actuar oficialmente, habiendo sido reconocida por el
obispo de Dubrovnik (de "Derecho Diocesano"), con un gobierno propio.
VIII
Si la
guerra había llevado a Blato tantos huérfanos y tanto sufrimiento, después de
la guerra no fue mejor: el alimento llegó a faltar del todo y, lo que era aún
más trágico, ni siquiera se podía comprar en toda Dalmacia, porque simplemente
no había. Entre la gente reinaba la pobreza y la indigencia con sus compañeras
más queridas: la desnutrición y las enfermedades.
El recién
nacido Instituto reflejaba el ambiente reinante en pequeña escala. Madre María
sufría sobre todo por los huérfanos, para los que no había comida suficiente
con qué saciarlos, y su corazón maternal, lleno de amor y de atención, no
soportaba la idea de tener que echarlos a la calle.
Las pobres
viudas llevaban nuevas huérfanas y, llorando, pedían que las aceptaran, o bien,
pedían al menos un pedazo de pan. La población hambrienta asediaba las puertas
del Instituto con la esperanza de obtener algo, pero se necesitaba un milagro
que transformara las piedras en pan.
Un
espíritu activo, emprendedor y organizativo no podía sucumbir ante aquellos
sufrimientos: Madre María decidió, entonces, ir a Slavonia a pedir limosna y
recoger un poco de víveres, porque un comerciante de esos lados le había dicho
que allá había encontrado.
Emprender
un viaje semejante no era ciertamente ni fácil ni cómodo, considerados los
medios y los prejuicios de la época, pero todo esto no podía detener la
urgencia del amor y de la caridad por los hermanos.
El 29 de
agosto de 1922 junto con la Vicaria, Sor Gabriela Telenta, partió para
Slavonia, vía Dubrovnik.
Llegaron
con la nave a Dubrovnik. Era, en efecto, necesario tener el permiso del obispo
y las credenciales para los obispos de Slavonia. Después, sirviéndose de un
mapa carretero tomaron el camino de Metković para Slavonski Brod y desde
allí, para Djakovo.
En Djakovo
encontraron alojamiento donde las Hermanas de la Santa Cruz, quienes las
acogieron con amorosa hospitalidad, como hermanas. Luego, como primera cosa,
fueron a saludar al obispo, Mons. Akšamović, y le pidieron permiso para
pedir limosna en su diócesis; él no sólo les dio su bendición sino que fue el
primero en subscribir la lista con una recomendación a la población. Después
fueron donde las autoridades civiles, quienes concedieron el permiso también
para todos los alrededores de la ciudad. Luego comenzaron su empresa.
La
Providencia le suministró un carro, con el que pudieron transportar el trigo
recogido hasta Djakovo en casa de las Hermanas de la Santa Cruz. Pero esto no
estuvo exento de contratiempos.
Al
regreso, la lluvia había vuelto los caminos fangosos y llenos de hoyos, tanto
que a los caballos les costaba mucho. Las dos Hermanas viajaban sentadas sobre
los sacos de trigo y, como el carro se movía bastante, en la noche y en aquella
situación incómoda, no se dieron cuenta que el grano recogido con tanto
esfuerzo se iba perdiendo.
Solamente
cuando llegaron bien tarde en la noche donde las Hermanas, con mucha pena se
dieron cuenta que buena parte del trigo se había perdido a lo largo del camino.
El Señor,
sin embargo, conociendo su pena y sufrimiento, las recompensó el doble; porque
las Hermanas de la Santa Cruz fueron tan caritativas que compraron el poco
trigo que había quedado pagándoles el doble de lo que costaba.
Madre
María se sentía mal y se defendía diciendo que no podía aceptar; a pesar de
ello la superiora le había replicado: "Yo quiero pagar tanto, por tanto
acéptenlo tranquilamente".
El
cansancio del camino y el esfuerzo produjeron también no poco daño a la salud
de María, ya enferma de las piernas y del corazón, pero estaba en el baile y
había que bailar.
La
presencia ocasional en Djakovo del Nuncio Apostólico, Mons. Hermenegildo
Pellegrinetti, ofreció a Madre María la oportunidad para preguntar por la
petición hecha en el mes de junio a Su Santidad Pío XI en la que pedía ayuda
para la Congregación y para salvar a los huérfanos de Blato. El Nuncio no sólo
le prometió que se habría ocupado de la súplica, sino que le dio una
contribución personal de 1.000 kunas.
Dejando
Djakovo, nuestras dos hermanas partieron para Osijek y se hospedaron con las
Hermanas de San Vicente. Estuvieron una veintena de días recogiendo limosnas
por todos los alrededores; fueron a Cepin, Valpovo, Marijance, Slivovce,
Petrievce, etc., donde siempre fueron bien recibidas por los párrocos y la
población, pero no tuvieron mucha suerte porque antes de ellas ya habían pasado
otras religiosas. Pese a todo, lograron recoger 24 quintales de trigo, por lo
que pidieron al dueño del molino Karolina, el señor Peller de Osijek, que
hiciera un acto de caridad y pagara los gastos para llevar el trigo hasta
Blato; lo que el buen hombre hizo con mucho gusto.
Luego
continuaron la colecta en Vinkovci y Vukovar, donde recogieron otros 15
quintales, que fueron llevados a Osijek para ponerlos en el mismo vagón junto
con el resto.
Estando
consciente que el trigo recogido hasta ese momento no respondía a las reales
necesidades del convento, del orfelinato y de la población, Madre María
decidió, no obstante, interrumpir la recolección y volver a la Casa Madre,
poniendo su confianza en el Señor, quien, tal vez, a último momento le proveería
con más alimentos. ¡Y así fue!
Madre
María y Sor Gabriela, antes de partir, fueron donde el barón Popović,
quien las recibió muy afablemente y, levantándose, les preguntó: "¿En qué
puedo servirles? ¡No tienen más que decírmelo!".
Entonces,
la Madre le explicó brevemente la situación por la cual habían venido a
Slavonia para pedir limosna; pero no habían recogido lo suficiente para cubrir
las necesidades: el vagón estaba casi vacío...
A la
llegada de los víveres, se pudo constatar que el barón no sólo había llenado el
vagón de trigo, sino que había añadido cerca de 20 quintales de la mejor
harina, tanto que María, pensado en un posible error de expedición, de
inmediato le informó por escrito.
Recibió,
en cambio, la respuesta que toda aquella harina blanca la había ofrecido el
barón Popović que, mientras tanto, había fallecido.
Semejante
noticia no podía no suscitar una gran conmoción, ya que aquel acto de
beneficencia había sido su última obra buena en la tierra. Y todas juntas
oraron fervientemente por su alma para que el Señor lo recompensase dignamente.
Antes de
volver a Dalmacia, Madre María había decidido ir a Belgrado para solicitar a
los Ministerios que se preocuparan de la población y de los huérfanos de guerra
de su tierra. Así, se dirigió al Ministerio para la Protección de la Infancia,
donde fueron acogidas y escuchadas atentamente. Le dieron de inmediato una
primera ayuda de 60.000 kunas con la promesa de ayudas futuras. Trató de
obtener al menos 30 camas. Tomó, pues, lo necesario para 30 camas: 60 sábanas,
60 fundas, 60 frazadas,
En este
recorrido por los Ministerios les había dado una mano la Presidenta de la
Asociación Cultural Femenina, que justamente en aquellos días celebraba en
Belgrado su propio congreso; y, puesto que no había representantes de Dalmacia,
ella les había pedido que estuvieran presentes al menos en la sesión final.
No
pudiendo negarse, decidieron ir al menos por unos minutos. Pero cuando
aparecieron, todas las presentes comenzaron a aplaudir y exclamar: "¡Viva,
que vivan nuestras hermanas de Dalmacia!, verdadera diadema de nuestro
Estado". Y las hicieron pasar entre dos filas hasta llegar al puesto de
honor.
La
presidenta las saludó y luego continuó exponiendo las actividades de su círculo
asociativo. Al final, invitó a Madre María a tomar la palabra.
Ella, en
primer lugar, agradeció la oportunidad que se le había ofrecido y luego puso el
acento sobre el laudable empeño en el trabajo presentado por la presidenta,
pero les recomendó que todo fuese hecho por amor de Dios y para su gloria.
Les
recomendó, además, comprometerse por la unión de la Iglesia ortodoxa con la
Iglesia católica para apuntar a la unión espiritual en Cristo, "porque uno
solo es Cristo y una sola la Iglesia", y las mujeres, con la ayuda de Dios,
habrían podido dar una contribución determinante como hermanas, madres,
esposas, pero sobre todo como generadoras de paz.
Las animó
también a ocuparse de la educación de los niños abandonados y de la juventud,
cuya miseria y pobreza tomaba tan a pecho. Ella, personalmente, habría podido
dar su propio corazón de madre, pero, como religiosa, no poseía los medios
necesarios para aliviar su miseria; por eso pedía a las presentes que se
empeñaran maternalmente y Dios Omnipotente les daría la justa recompensa.
Todas las
congresistas siguieron con emoción su discurso y aprobaron sus palabras,
conmovidas hasta las lágrimas.
Al final,
el congreso quiso manifestarse con un signo sensible dándoles 16.000 kunas para
el orfelinato.
Cuando
llegaron a Split fueron al "Protectorado de Tutela de la Infancia"
para obtener otras 30 camas para el creciente poder acoger más huérfanos. Estas
camas las buscó el hermano médico de María, el doctor Petković, quien
estaba a la cabeza del Ministerio de Salud Pública. En esa ocasión, María había
pedido a su hermano que le buscara una vaca lechera. Y en breve tiempo le había
mandado una vaca holandesa que producía diariamente 20 litros de leche.
Dando
gracias al buen Dios por todo ello, el 29 de octubre de 1922, María y Sor
Gabriela volvieron a la Casa Madre.
El 16 de
noviembre de 1922, para alegría de todos, llegaron felizmente los víveres
recogidos hasta Prigradica. Madre María dio orden a las Hermanas que
distribuyeran las tres cuartas partes, dejando para el convento y el orfelinato
solamente la cuarta parte.
Madre
María encontró también la noticia de que el Papa Pío XI había respondido a su
súplica y le había enviado una ayuda de 15.000 liras italianas.
En
Belgrado, María había ido también al Ministerio de Salud para pedir la
restauración del hospital de Blato, que había sido cerrado a causa de los daños
de la guerra. Habían prometido que mandarían el dinero necesario para repararlo
y restablecerlo. En efecto, después de un poco de tiempo llegó a Blato un
empleado del Ministerio: se dirigió directamente al convento donde Madre María,
haciéndole presente que lo habían enviado donde ella con 100.000 kunas. El
Ministerio había dispuesto que fuese ella misma la encargada de ocuparse de la
readecuación para que el hospital volviese a funcionar.
Una luz no
puede permanecer escondida...
IX
La
necesidad cada vez mayor para la joven Congregación era la de contar con nuevos
espacios para acoger un mayor número de huérfanos y ubicar a las nuevas
vocaciones.
Dada la
gran oposición de parte del nuevo párroco para la fundación de un nuevo
edificio, sólo quedaba la posibilidad de aportar modificaciones al edificio
existente.
Así, con
el dinero recogido en la recolección de limosnas y con lo enviado por Su
Santidad, Madre María decidió levantar un piso y ampliar el Instituto.
Los
trabajos comenzaron cuando todavía el Obispo se encontraba en Blato, quien pudo
constatar personalmente lo bonito que era ver el entusiasmo de las Hermanas y
de las postulantes que con tanto amor contribuían transportando las piedras,
las tejas, etc. y compitiendo entre ellas para ver quien hacía más "por
amor de Jesús".
Terminada
la construcción, se utilizó el segundo piso recién construido como dormitorio
de las huérfanas; por otra parte, se ubicó el noviciado y en el tercer piso, el
dormitorio para las profesas.
Tenían
todavía necesidad de una cocina más amplia, un pozo, una bodega, una sala de
labores para las Hermanas, una lavandería, una capilla y un espacio para las
postulantes.
La segunda
construcción comenzó el 11 de diciembre de 1923, y también aquí contribuyeron
mucho las Hermanas y las postulantes, excavando incluso el terreno para los
pozos. El trabajo quedó terminado bastante luego y dieron gracias al Señor
porque su primera gran necesidad, al menos en parte, había sido satisfecha.
Cuando,
durante el año anterior, con ocasión de la recolección de limosnas, Madre María
había pedido la ayuda del Ministerio para el orfelinato, las autoridades, al
ver que se interesaba por los niños huérfanos, le habían solicitado destinar
seis de sus Hermanas para el Instituto infantil "El Nido", en
Subotica, en la frontera con Hungría. Le habían hecho saber que en aquel
Instituto había un centenar de pequeños huérfanos; y, pese a que el Instituto
era estatal, los niños se encontraban en un estado de abandono, porque el
personal empleado no tenía ninguna compasión.
La Madre
Superiora había respondido que le hubiese gustado corresponder a la petición,
pero todavía no tenían un número suficiente de Hermanas, ya que la Congregación
apenas había sido fundada. Había pedido un año de plazo, mas, apenas
transcurridos seis meses, el Ministerio hizo una nueva petición a la dirección
de la Congregación a través de Mons. Marčelić.
El obispo,
naturalmente, aceptó de inmediato de manera que Madre María tuvo que poner
manos a la obra para preparar a las Hermanas y todo lo necesario para abrir
esta Casa dependiente, la primera hija de la Congregación.
El 2 de
julio de 1923 llegó la hora de la separación: la conmoción fue grande. El pequeño
grupo de seis Hermanas fue confiado a Sor Serafina, quien fue su primera
superiora local.
Madre
María partió junto con ellas para ubicarlas, examinar las circunstancias y
verificar si podía estar tranquila dejándolas en aquel Instituto. Además, debía
ponerse de acuerdo con la dirección y clarificar la posición y el servicio de
las Hermanas. Además, había pensado aprovechar la ocasión para recoger limosnas
con el fin de ayudar a los huérfanos y los necesitados de Blato.
En esta
Casa dependiente las Hermanas han trabajado durante 18 años, cuidando y
educando a aquellos pobres niños a costa de indescriptibles sacrificios. Este
trabajo caritativo cesó durante la segunda guerra mundial, durante la ocupación
húngara. Las autoridades húngaras requisaron el Instituto, despidiendo a las
Hermanas porque no eran de nacionalidad húngara. Naturalmente, esta pérdida fue
muy sentida por toda la Congregación, tanto más cuanto que esta Casa había
contribuido mucho para su sustento, especialmente en sus difíciles comienzos.
Con el
auxilio de Dios, la Congregación crecía poco a poco: Las nuevas vocaciones
llegaban, se formaban, pronunciaban sus votos; más tarde, como abejas
laboriosas se esparcían abriendo nuevas Casas por todo el territorio de su
patria. Así, en los primeros veinte años de vida, cerca de 140 Hermanas
actuaban en 22 Casas dependientes.
El 26 de
junio de 1944 fue una fecha memorable: la Congregación para los Religiosos
concedió el Decretum Laudis, paso decisivo que precede a la aprobación
definitiva de las Constituciones (6.12.1956), para obtener que la Congregación
de las "Hijas de la Misericordia" llegase a ser un Instituto de
"Derecho Pontificio".
La
actividad de las "Hijas de la Misericordia" fuera de Yugoslavia
comenzó en los primeros meses de 1936 cuando, a petición del Padre Leonardo
Rusković, Madre María aceptó enviar siete Hermanas a Argentina como
misioneras entre los connacionales emigrados. Hasta 1940 siguieron otros
grupos, llegando a un total de 23 religiosas. Tomaba así cada vez más cuerpo la
aspiración misionera de la fundadora.
El
apostolado de las misioneras en Argentina fue pronto correspondido con las
primeras vocaciones locales; sin embargo, el impulso mayor no sólo en Argentina
sino también en Paraguay, Chile y Perú tuvo lugar con la llegada de Madre
María, en mayo de 1940.
Permaneció
allí durante 12 años, dedicándose primero a la formación de sus hijas, y
difundiendo después el Instituto con la apertura de nuevas Casas y la asunción
de nuevas responsabilidades asistenciales.
De manera
que la Congregación de las "Hijas de la Misericordia" había abierto
en total 55 Casas, de las que, a causa de la guerra y después de ella, se
habían cerrado 13. Así, a fines de 1960, contaba con 43 Casas con más de 400
Hermanas, que actuaban en 8 Estados y en 18 Diócesis, ocupándose no sólo del
cuidado y asistencia a los huérfanos, sino también de los ancianos, del
servicio asistencial en hospitales, policlínicos y a domicilio, de la
catequesis y de la evangelización en regiones muy incómodas.
Después de
la guerra, y precisamente en 1946, por decisión de las nuevas autoridades
comunistas yugoslavas, se le quitó a la Casa Madre de Blato el Jardín Infantil
y el orfelinato. Por eso, a causa de la nueva situación que se creó en
Yugoslavia y por consejo de la Santa Sede, la Dirección general se transfirió a
Roma en 1952 y se constituyó oficialmente el 25 de octubre del mismo año,
después del regreso de América Latina de la Madre Superiora General. De esta
manera, la Providencia había querido que Roma fuese el corazón de la
Congregación, el centro de unión entre las Hermanas esparcidas en Europa y
Sudamérica.
Fuerte de
la presencia de Dios, que sentía continuamente cercano a sí, Madre María de
Jesús Crucificado, en los muchos años en que ejerció el papel de Superiora
general, supo enfrentar múltiples dificultades de naturaleza material, moral,
disciplinar, formativa, organizativa y financiera. Como una persona dotada de
gran talento organizativo se desempeñó pidiendo también la ayuda y el consejo
de personas competentes. Todo esto, no obstante una salud delicada y las
enfermedades, que no la perdonaban.
Era una
mujer que después de haber escogido con determinación el ideal de la vida
religiosa, lo vivió con plenitud de espíritu hasta la muerte.
Tuvo la
satisfacción de ver crecer su Obra, y esto fue motivo continuo de alabanza al
Señor: "Si tuviese tiempo describiría detalladamente los innumerables
beneficios de la Divina Providencia, la que siempre ha guiado y acompañado a la
Congregación desde sus inicios hasta hoy para que cante alabanzas a su bondad,
a su gracia y a sus maravillosas obras.
Él,
benignamente, se ha servido de mí, su pobre sierva, para las obras de su
Misericordia a favor de los miserables y de los afligidos, para enseñar y
socorrer espiritual y materialmente a los necesitados, en particular para la
educación de los niños abandonados, de los huérfanos y de la juventud; para la
conversión de muchos pecadores obstinados y de los enfermos; para la enseñanza
espiritual a las poblaciones pobres que aún languidecen en la ignorancia
religiosa".
X
A
comienzos de 1954 Madre María sufrió una hemorragia cerebral, quedando, como
consecuencia, paralizada la mitad de su cuerpo; pese a ello siguió sufriendo,
orando y trabajando por el bien de la Congregación.
Justamente
a fines de aquel año tuvo lugar el Capítulo General y ella, naturalmente,
apelando a su menoscabo, esperaba no ser reelegida, pero una vez más tuvo que
inclinar la cabeza y obedecer. Así, a menudo, ironizando sobre la invalidez de
su mano izquierda, decía: "El Señor me ha dejado libre el brazo derecho
para que siga trabajando para Él".
Las
Hermanas de la Casa Madre de Blato le solicitaron una visita, de manera que el
25 de septiembre de 1959 volvió a ver su país natal y la cuna de su Obra. Mirando
desde lo alto de la colina, el Instituto le pareció una colmena, de la que de
tanto en tanto salía un enjambre de abejas laboriosas, y agradeció nuevamente
por ello al Señor que la había tomado de la mano desde niña y la había guiado
como un Padre amoroso. Y con lágrimas en los ojos dijo en su corazón las
palabras del anciano Simeón: "Ahora, Señor, deja que tu sierva se vaya en
paz porque mis ojos han visto..." (Lc 2,29-30).
Su
espíritu estaba siempre vivo y en agitación, pero el asno de San Francisco ya
estaba cansado y no quería que la Obra sufriese, retrasando su crecimiento. Con
discreción y donaire encontró el modo de obtener de la Congregación para los
Religiosos el permiso para no ser reelegida como Superiora General, de manera
que en el Capítulo del 23 de enero de 1961 presentó esta conmovedora carta de
dimisión:
"Al
final de mi encargo como Superiora General consigno y depongo mi oficio, con el
sello de la Congregación.
Pido
perdón a Dios, a los superiores y a todas ustedes, mis queridas hermanas, por
todas mis omisiones y transgresiones durante los 40 años de mi servicio y
oficio de Superiora General, como también si he afligido -con la intención de
corregirlas- a alguna de ustedes; si lo hice, fue por haberlas amado mucho.
Agradezco
a la infinita Bondad de Dios, que me sostenía con su gracia y misericordia.
Agradezco a las Reverendas Hermanas, que me han ayudado en el servicio.
Ahora, mis
queridas hermanas y amadísimas hijas, les ruego encarecidamente que no me
consideren entre las candidatas al oficio de Superiora General debido a mi
parálisis y porque quisiera consagrarme más a la vida interior.
Estoy
segura del amor de ustedes por mí; sé que unánimemente quieren elegir
nuevamente a su madre. Yo les agradezco, hijas mías, por este amor y confianza
en su madre espiritual, pero nuevamente les ruego que no me consideren en
ningún caso como candidata, porque mi renuncia ya fue aceptada por la santa
Iglesia".
Ante
semejante comportamiento sostenido en aquel momento solemne por Madre María, grande
fue la conmoción general. Y esta vez fueron las hermanas quienes tuvieron que
inclinar la cabeza.
Una vez
dejado el encargo, Madre María quiso ser una hermana más, siguiendo la vida
comunitaria, y así se comportó con gran humildad hasta el final.
Respondía
las cartas de argumento espiritual que sus hijas le escribían, firmándose:
"Su madre espiritual".
En los
últimos cinco años soportó la penosa enfermedad uniendo sus dolores a los de
Jesús crucificado, para ofrecerlos generosa y conscientemente al Eterno Padre
por las necesidades de la Iglesia, por la santificación de sus hijas
espirituales, por la expiación de sus pecados y de los de todo el mundo.
El 1° de
julio de 1966, Madre María se sintió mal. Una broncopulmonitis aguda y una
insuficiencia cardio-respiratoria agravaron un cuadro clínico que ya desde
hacía tiempo estaba comprometido a causa de la diabetes y de la hipertensión
arterial. Una fiebre muy alta le consumaba sus últimas fuerzas físicas, pero su
espíritu velaba, esperando la llamada del Señor.
Su rostro
estaba sereno, haciendo aparecer la paz interior: desde hace un tiempo se
preparaba, aún más, deseaba la muerte corporal, para volver al seno del Padre.
Al día
siguiente preguntó por su confesor, Padre Benedetto D'Orazio, quien le administró
el Sacramento de los enfermos y le impartió la Bendición apostólica.
A las
hermanas que la rodeaban les recomendó: "Recen, queridas hijas, en voz
alta, para que yo pueda seguirlas y, despierta, acoger prontamente a mi Divino
Esposo que viene. Pónganme el cirio encendido en las manos y el Contrato del
alma con Dios" (pequeño libro de Don Carlos Borromeo, traducido por ella
en croata).
Así, con
un cirio encendido en la mano derecha, el Contrato del alma con Dios en la
izquierda y el Crucifijo sobre el pecho, la pequeña María Petković abrazó
a su Jesús.
Siempre
había deseado morir en un día sábado, día dedicado a la Virgen Madre de Dios, y
día en que había recibido por primera vez el cuerpo de su dilectísimo Hijo.
También esta vez fue escuchada: eran las 16,20 horas del sábado 9 de julio de
1966.
XI
Durante la
noche del 9 de julio se organizaron turnos de oración y al día siguiente más de
140 personas entre sacerdotes, religiosos y laicos fueron a rendir homenaje a
los despojos mortales de Madre María de Jesús Crucificado.
Después de
haber estado durante 24 horas en su propio lecho, el día 10 los restos mortales
fueron llevado a una habitación contigua a la capilla, donde continuamente se
celebraban misas de sufragio.
Llegaron
muchísimos telegramas de Italia y del extranjero, de parte de todas las
comunidades, de parientes de las hermanas, de conocidos y de muchos obispos y
sacerdotes que habían estado en contacto con ella.
En esta
ocasión se verificó un hecho singular: durante los tres días en que el cuerpo
permaneció expuesto, antes de ser colocado en la urna, mostraba un aspecto
natural, con el rostro sereno, como si durmiese tranquilamente. No aparecía
ningún signo de rigidez, color violáceo, ni pérdida de calor corporal. ¡Y esto
durante 72 horas!
Los restos
mortales fueron depositados en el féretro, sin que emanase el mínimo mal olor,
pese a la elevada temperatura de aquellos días de julio.
El 13 de
julio, día de los funerales, antes de trasladar los restos a la Basílica de la
Santa Cruz de Jerusalén, la comunidad, al darle el último saludo, se recogió en
oración. Tres religiosas, en representación de tres zonas geográficas -Italia,
Croacia y Sudamérica donde la Congregación desarrolla su apostolado- en las
tres lenguas diversas, expresaron su agradecimiento y le dieron el postrer
saludo.
Después de
los funerales siguió el rito de la sepultura en el cementerio del Verano, pero
era tal la fama de santidad de Madre María y el deseo de sus hijas de tener con
ellas los restos de su amada fundadora que, después de apenas tres años, se
consiguió poder trasladarla a la capilla de la Casa General.
Después de
32 años de su muerte, los venerados despojos de la Sierva de Dios Madre María
de Jesús Crúcificado volvieron definitivamente a su patria: el 17 de noviembre
de 1998 la urna fue transportada en avión de Roma a Dubrovnik y el día 21 llegó
a Blato, su país natal, en la isla de Korčula.
La acogida
fue triunfal. El cortejo alcanzó los cuatro kilómetros. Estaban Mons. Želimir
Puljić, obispo de Dubrovnik, Mons. Mariano Oblak, arzobispo emérito de
Zadar, Mons. Milivoj Bolobanić, vicario general de la diócesis de Zadar, y
una cuarentena de sacerdotes diocesanos y religiosos. Y también la Superiora
General, Madre Berislava Žmak, la Provincial de la Provincia croata, Sor
Adelina Franov, y la que le había sucedido primero como Superiora General, Sor
Juliana Franulovic; enseguida, el Postulador de la Causa de Beatificación, Fr.
Paolo Lombardo, ofm, las autoridades civiles del Gobierno croata y de las
distintas regiones de Croacia. El benemérito alcalde de Blato, Sr. Branko
Bačić y la Junta comunal en su totalidad, y tanta... tantísima gente.
Mons.
Puljić concluyó su homilía, diciendo: "Amor a Dios y al prójimo ardía
en el corazón de María y se transformaba en el fuego resplandeciente de la
activa caridad cristiana con la que hizo cosas grandes y eficaces, que llegaron
a ser y todavía representan un don milagroso de Dios a este país y al pueblo.
Su testamento, que es un excelente testimonio de su generoso corazón, nos habla
de las intenciones de la vida de esta pequeña María de Blato: una gran mujer de
nuestro siglo".
¡Gloria a
Dios!
- - -
María de
Jesús Crucificado nació en Blato (isla de Korčula, Croacia) el 10 de
diciembre de 1892 en el seno de la acaudalada familia Petković.
Su llamada
a servir al Señor en los enfermos, en los que sufren, en los pobres y en los
marginados fue coronada el 4 de octubre de 1920, cuando vistió el hábito
religioso junto con cinco jóvenes de Korčula, dando así origen a la
Congregación de las Hijas de la Misericordia.
Imprimió a
la nueva Congregación un carácter franciscano marcado por el ideal misionero,
del que ella misma dio ejemplo prodigándose en el servicio a los últimos de la
Iglesia latinoamericana. En treinta años desde la fundación había llevado a sus
hermanas a varios países europeos y sudamericanos. En 1961 se retiró del
gobierno de la Congregación, continuando su servicio en la oración y en el
silencio.
Murió el 9
de julio de 1966 en la Casa General de Roma.
Fue
beatificada el 6 de junio de 2003 por el Papa Juan Pablo II en Dubrovnik,
Croacia.